POSTINFORMACIÓN

Primavera 2021

Nada dura para siempre

Nuestro rico refranero popular reza que “no hay mal que cien años dure” expresión que resulta bastante procedente para los tiempos que corren, en los que la ciudadanía se encuentra haciendo frente a una pandemia (con precedentes, debo decir, que quizá podrían habernos enseñado algo), a una crisis económica y ante una división más que evidente entre quienes demandan más control y quienes desean menos, entre quienes señalan a otros y los que son señalados, entre quienes se adhieren a las explicaciones de las autoridades y quienes proclaman que todo es un invento con nefastas consecuencias.

En todo caso, que nada dura para siempre es un hecho, como Heráclito, según José Gaos en su “Antología Filosófica: la filosofía griega”, nos transmitía: no nos podemos “embarcar dos veces en el mismo río, pues nuevas aguas corren tras las aguas”. Ahora mismo tenemos ya en nuestros brazos diferentes vacunas para que el virus sea un mal recuerdo en unos años. También asistimos a la relajación de las duras medidas para contener la propagación del virus. El empleo parece que repuntará y la economía patria ya vislumbra la recuperación.

Esta vuelta a la nueva normalidad tras la tempestad vírica ofrece muchas preguntas en términos de ciudadanía, control, seguridad y libertades, muchas de las cuales han ocupado diferentes trabajos periodísticos o académicos. La gran pregunta, a mi parecer, es si es cierto que “nada dura para siempre”; y, en caso de que así sea, ¿de ésta saldremos mejores?

Una respuesta apresurada tiende a situarnos en el que “depende del cristal con el que se mire”, pero nuestra realidad no es una Dolora de Ramón de Campoamor, para desgracia del bello y moderado gris: no estamos preparados para la incerteza ni tampoco acostumbrados a ella, como nos muestra Antonio Andrés en esta entrada.

Con independencia de si los mecanismos empleados para limitar derechos y libertades en aras de contener el virus han sido más o menos adecuados, su aplicación ha recaído sobre dos actores principales: la policía y la ciudadanía. Hetero-control y autocontrol; legitimidad y obediencia; represión y libertad; cervezas en el bar o en casa.

Hemos asistido a decisiones más o menos discutibles para controlar el avance de la enfermedad a lo largo de estos últimos meses, pero las dos Españas han fluctuado entre: un extremo en el que encontramos a las personas que consideran que no se ha hecho lo suficiente para “controlar” a los desmedidos ciudadanos, por lo que hace falta mayor control, más policía, aunque sea de balcón, y mayores sanciones para concienciar a la ciudadanía; otro extremo, opuesto, en el que vemos a personas que reniegan de la restricción de libertades que se ha venido aplicando, aludiendo en casos extremos a la inexistencia de la enfermedad.

¿Qué posición ha de helarnos el corazón? ¿Existe una tercera España al estilo de Alcalá Zamora?

En un primer momento, debe señalarse que no es infrecuente acudir a la supuesta opinión pública (o a la publicada) como elemento legitimador de propuestas de mayor dureza, cuantía, frecuencia o duración de las sanciones. Sin embargo, en términos de control penal, es altamente dudoso que esta legitimación tenga una base “real”: no sólo es importante la cantidad y calidad de información que la ciudadanía tiene, sino también cuándo se pregunta sobre el apoyo a una u otra medida, entre otras cuestiones.

A mayor abundamiento, recientes trabajos ponen de manifiesto que existen cambios sustanciales a la hora de apoyar mayor dureza en las medidas de represión, en función de si la persona a la que se pregunta sobre el apoyo a dichas medidas (en este caso, la prisión permanente revisable) ocupa una posición u otra; esto es, según si se es un mero espectador o si, por el contrario, se es el protagonista.

En fin: las dos linternas

La corriente restrictiva de supuesto sentido común también se ha visto respaldada por declaraciones de gestores públicos demandando más policía para controlar a la ciudadanía, con independencia del signo político. También al sentido común se ha apelado por parte de los gestores para que no se den actividades legítimas y permitidas, como ciertas manifestaciones, habida cuenta de que la salud es lo primero, claro.

En el centro de la vorágine “realdecretista” que los tiempos ameritaban y de la voracidad mediática para ser los primeros en ofrecer al mundo las bondades o las carencias de las instituciones públicas, la agencia de control de siempre, la policía, cuestionada en diferentes aspectos. Entre ellos, su supuesta inactividad o ineficacia para perseguir al infractor.

En el anterior número de Post-información, sobre el movimiento BLM, hice mención a actuaciones quizá cuestionables, pero lo que nos ocupa aquí es saber si realmente la policía hizo algo para controlar a la ciudadanía, dadas las reiteradas llamadas a la necesidad de más policía y más actividad.

En este sentido, José María López-Riba nos ha acompañado e ilustrado sobre qué ha ocurrido durante los meses de mayores restricciones y, a la luz de los datos, parece que la policía tuvo mucho, muchísimo trabajo, contrariamente a lo que el imaginario colectivo transmitía al respecto.

También es cierto que esta actividad ha supuesto un coste para la imagen del colectivo policial y para su legitimidad, pero no sabemos si es posible otro modelo por el momento. ¿O sí? En la entrevista, nuestro experto colega nos ofrece una interesante reflexión: en definitiva, todas las respuestas parecen estar escritas, pero la actividad policial trasciende el mandato legal, sus supuestas atribuciones y va más allá de modelos y paradigmas.

El gran dilema estriba en las consecuencias que puede tener que hagamos a la policía responsable de velar por cualquier aspecto de la vida cotidiana, con causas de excepcionalidad o sin ellas: la pandemia no durará para siempre, pero los resultados de la renuncia a derechos, garantías o libertades puede tener efectos irreversibles o, al menos, de difícil vuelta atrás. Y, esto, no es responsabilidad última de la institución policial.

Entonces, ¿de quién es la responsabilidad?

En un primer momento, la respuesta que ha venido manejándose hasta la fecha es que lo más importante para que la COVID-19 no avance es la autorresponsabilidad. Y, por tanto, la ciudadanía somos responsables de no sólo el control de la pandemia, sino también de que se nos apliquen medidas más o menos contundentes.

Así las cosas, asistimos a lo que, en otros ámbitos como, por ejemplo, el de la violencia sexual, se conoce como la “culpabilización de la víctima”. Una fantástica reflexión al respecto la ofreció Pablo Malo en su blog, en la que a colación de la falacia del mundo justo realizaba esta misma comparación, concluyendo que el desplazamiento de la responsabilidad al ciudadano no sólo es injusto, sino acientífico.

Desde el punto de vista de la prevención situacional se nos presenta otro castizo dicho: “quién evita la ocasión evita el peligro”. Evidentemente. A veces, ante la imposibilidad de ofrecer mecanismos preventivos eficaces, lo único que nos queda es indicar a las personas que no transiten por determinadas calles a ciertas horas; de hecho, son recomendaciones que, ante situaciones de riesgo elevado para determinados colectivos, funcionan para evitar que se produzcan otras víctimas. Pero no debería ser la norma.

La racionalidad, en fin.

La cuestión de fondo es que, supuestamente, los procesos de elección racional nos deben indicar el camino a seguir: el sentido común de los ciudadanos nos lleva a que tomemos las decisiones que más nos convienen, supuestamente. Pero la complejidad de la toma de decisiones va más allá de pensar rápido o despacio: tenemos muchas dificultades para conocer todas las opciones reales de que disponemos, además de que no todo el mundo tiene las mismas capacidades, los mismos conocimientos o las mismas opciones.

Y, aún más: las decisiones pueden depender en gran medida de lo que está ocurriendo en el aquí y ahora, yendo en contra de lo que sería esperable incluso para la persona que toma la decisión. Y, además, no está nada claro cuál es el factor que predice que cumplamos las normas en esta atípica época.

Así las cosas, nos hemos preguntado cuál es la vía para transmitir el mensaje más adecuado a la ciudadanía y, para poder responder a estas cuestiones, hemos acudido a Antonio Andrés Pueyo y a Carlos Falces.

Partiendo de la base de que la ciudadanía no está preparada para la incerteza, como señalé antes, uno de los principales retos que se presentan es el de la comunicación a la ciudadanía de las medidas para hacer frente a los problemas. Como se indica en la entrevista, reconocer las carencias de conocimiento es un paso fundamental para que la ciudadanía confíe en el mensaje que se intenta transmitir y en las medidas que se intentan imponer.

Señalan los expertos que es necesario atender a la pedagogía antes que la mera imposición, fundamentalmente porque los ciudadanos no somos consumidores de opciones políticas y, por tanto, abnegados seres obedientes de los designios de cada líder o lideresa: las variables personales y sociales que nos envuelven nos convierten en seres pensantes que, aunque limitados, poseemos la capacidad de pensar críticamente.

Evidentemente, el mantenimiento de las medidas restrictivas genera un agotamiento colectivo e individual ante el que no existe un bálsamo de Fierabrás, pero que sí puede ser subsanado con una adecuada política comunicativa en la que se combinen los intereses sanitarios con las características de cada colectivo y lugar.

¿De Pérez Galdós o de Throp?

A la luz de lo que se ha venido dilucidando a través de las opiniones expertas que hemos tenido en este número, cabe preguntarse si únicamente tenemos dos escenarios (contiene spoilers).

Por una parte, podemos estar ante un dramático final como el de la novela de Roderick Thorp, “Nothing lasts forever” (Nada dura para siempre), en la que nuestro querido detective Leland acaba roto de dolor pese a haber hecho frente a una supuesta organización terrorista: la pérdida de su hija es una consecuencia que será muy difícil de superar.

Aunque pase esta pandemia, que pasará, las pérdidas han sido ingentes y, por ello, las consecuencias que la afectación emocional que hemos y estamos sufriendo tendrá en términos de cultura del control son, al menos por el momento, difícilmente previsibles. Sin embargo, es un elemento que no debe perderse de vista cuando, desde la atalaya académica, se reflexione en torno a los derechos y libertades. Y, aún más, cuando se intente trasladar la ciencia a la ciudadanía.

Por otra parte, podemos quizá realizar un ejercicio de autoconvencimiento al estilo del galdosiano Santa Cruz en pleno proceso de abandono de su amante Fortunata: contrariada ante los hechos, Fortunata le da aire al confiado Santa Cruz con el dicho de “no hay mal que cien años dure”. Éste recoge el guante y, tras recomendar a Fortunata que vuelva con su marido y la consiguiente sorpresa de ésta, le indica: “Tú lo has dicho: no hay mal que cien años dure, y cuando se tocan de cerca los grandes inconvenientes de vivir lejos de la ley, no hay más remedio que volver a ella. Ahora te parece imposible; pero volverás”.

Quizá la cosa no acabe mal sin tocar absolutamente nada: quizá cuando pase esta pandemia las estrategias de control de la ciudadanía y la legitimidad de las medidas restrictivas vuelva a una suerte de estado basal que nunca conocimos, pero en el que creímos. Y aquí paz y después gloria.

Todo es posible, pero como dice el refrán: ni creas en invierno claro, ni en verano nublado.

Pedro Campoy
Pedro Campoy

Esta sección está dirigida por Pedro Campoy.
Pedro Campoy es investigador en Criminología. Profesor sustituto en la Universidad de Extremadura. Es socio fundador de 4C Consultores y colaborador docente de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC).

Pin It on Pinterest

Share This