El lamentable caso de Samuel, fallecido tras una agresión grupal en A Coruña, ha tenido efectos diversos en, también, planos distintos. Sin desmerecer otras cuestiones, tres son las que creo que merecen ser tratadas en este número de Post-Información, dedicado a analizar la violencia contra el colectivo LGTBIQ+, a saber: a) el creciente número de delitos de odio, cuestión que ha copado los titulares durante algún tiempo; b) el debate sobre las motivaciones de la panda de energúmenos que provocó la muerte de Samuel (y las de muchos otros agresores en casos de agresiones de similar naturaleza), y; c) las respuestas o estrategias que podríamos seguir en términos de prevención.
El título de este texto no es casual: tomo prestado el nombre de la serie de Bob Pop con la finalidad de establecer un hilo conductor entre distintas ficciones cinematográficas y su vinculación con la entrevista realizada a la Dra. Beatriz Cruz, de la Universidad de Cádiz, y a D. Antonio Sanz, criminólogo de la Fundación Municipal de la Mujer del Ayuntamiento de Cádiz. Entrevista altamente recomendable, que sugiero “consumir” con la intensidad que merece el asunto y confrontarla con las ideas que cada uno/a de nosotros/as tenemos sobre el particular.
Bob Pop comentaba sobre su serie que deseaba contar su historia y la de muchas otras personas que, como él, “llegaron a un lugar menos doloroso”. Él es el “maricón perdido”.
Pese a que él ha llegado a un lugar en el que puede considerarse que es feliz, lo cierto es que las implicaciones de la serie son de lo más inquietantes, como a nadie se le puede escapar. Como él mismo señala, puede contarlo. Otros, como Samuel, no.
Sin entrar en cuestiones estrictamente jurídicas, este caso, como muchos otros, poseen componentes que navegan por los límites interpretativos de cuándo unas palabras esconden una motivación homófoba o, sencillamente, forman parte del lenguaje de la violencia simbólica que ha despreciado históricamente a las diferencias afectivo-sexuales, a lo afeminado o a lo aparentemente femenino.
Dicho de otro modo: ¿cómo nos aproximamos a determinados casos cuando la naturaleza de la agresión puede tener (o no) que ver con la diversidad afectivo-sexual de la víctima?
Nuestro Idaho privado
En primer lugar, las cifras: Newtral ofrecía un repaso por las cifras ofrecidas por el Ministerio del Interior sobre delitos de odio en el que se señalaba que éstos habían aumentado un 9,3%. Como se señala, la comparación es entre 2019 y el primer semestre de 2021, ya que 2020 ha quedado en el olvido habida cuenta de que parece que, lo que no sucede en el espacio público, no existe lo suficiente para poder ser comparado.
Si nos atenemos a la evolución a lo largo de lo años, los datos entre 2014 y 2020 muestran una drástica disminución en 2015 y un repunte entre 2016 y 2017, para posteriormente mostrar cierta estabilidad tendente al alza entre 2018 y 2020. Sobre la disminución aludida, parece deberse a los cambios a la hora de contabilizar los hechos conocidos.
Mientras, la FELGTB se hacía eco de las diferencias entre los registros propios y los oficiales, debido a una supuesta rigidez a la hora de computar los hechos (aunque debo señalar que en las estadísticas oficiales se contabilizan infracciones de tipo administrativo, residuales, eso sí), también se menciona la resistencia a denunciar por parte de las personas afectadas, por motivos diversos.
Teniendo esto en cuenta y que los problemas de las estadísticas oficiales no son nuevos ni exclusivos de este tipo de hechos, en la entrevista nos hemos interesado por este particular y por las consecuencias que el aumento de las denuncias puede tener.
En un primer momento, la lectura que se puede efectuar no es tan negativa: quizá es positivo que, cada vez, se denuncien más este tipo de agresiones. Por tanto, los titulares catastrofistas sobre el aumento del fenómeno quizá no tengan en cuenta que, con el paso de los años, nos encontramos con que la violencia que sufren estos colectivos se denuncia más, afortunadamente.
También es posible que este tipo de titulares tenga un efecto perverso, como es el de aumentar el temor de los colectivos a mostrar su afecto en público con sus parejas, o bien a cambiar aspectos tan personales como el dress code particular con el fin de evitar posibles agresiones.
Estos posibles efectos perniciosos pueden también trasladarse al plano colectivo, en tanto el miedo legítimo que no se correspondería con la realidad, podría provocar que el terreno ganado como colectivo, en el plano social, tanto físico como simbólico, vuelva a disminuir.
Precisamente este hecho ha sido argüido como plausible explicación de la dureza de algunas agresiones de los últimos tiempos, lo que ha dado lugar a que se haya catalogado a nuestro país como paradójico. No obstante, no está de más echar la vista atrás y recordar agresiones brutales hace años, como la de unos skinheads a una pareja en Sevilla por ir cogidos de la mano.
El hecho de que se haya avanzado en el reconocimiento de los derechos de estos colectivos no implica que estas agresiones no sigan existiendo y que, quizá en la mayoría de casos, la ideología esté detrás de ellas. Indico “en la mayoría de casos” de forma intencionada: es evidente que gran parte de estas agresiones tiene un componente que no puede detraerse de ciertas ideologías.
Tanto es así que incluso existen indicadores de polarización que deben tenerse en cuenta cuando las fuerzas y cuerpos de seguridad se enfrentan a hechos de esta naturaleza, como en el caso de Ertzaintza.
Dentro de los escenarios sobre los que conviene reflexionar, nuestros invitados también plantean que la normalización en el debate público de ciertas manifestaciones claramente discriminatorias puede estar detrás de la anteriormente citada “paradoja”, dado que ciertas personas considerarían como legítimo mostrar su rechazo a la diversidad por el hecho de verse representadas en los espacios públicos de debate socio-político.
Esta cuestión, estrechamente vinculada a la posible auto-represión que antes mencioné, puede llevar a la nueva guettización de ciertos colectivos, sin que por ello necesariamente ciertas zonas asociadas al ocio de éstos sufran una sustitución cultural.
Planteados algunas de las cuestiones sobre las cifras, su interpretación y posibles consecuencias, debe hablarse de las personas agresoras. Si bien se da por supuesto el componente “fóbico” de la mayoría de agresiones, ¿puede darse el caso de que alguna grave agresión a personas de estos colectivos pueda no tener como detonante ese componente?
Todo sobre mis padres
Que las personas necesitamos simplificar situaciones complejas para comprenderlas no es ninguna novedad; en el caso de las conductas antisociales no es diferente. Para comprender fenómenos como los sociales, las personas componemos la realidad en función de nuestros “instintos”.
Estos “instintos” no son más que la manera de catalogar nuestros sesgos por parte de los Rosling (Hans, Ola y Anna) en su libro “Factfulness”, los cuales configuran nuestro marco analítico y cognitivo de interpretación de la realidad. Aunque los autores no hacen referencia a la delincuencia, sí se ocupan de otros fenómenos sociales, por lo que creo que es pertinente traerlo a colación.
De entre todos, destaco los instintos de la perspectiva única y el de la culpa (capítulos 8 y 9), que vienen a indicar que, ante un fenómeno social, pese a su multicausalidad, tendemos a simplificar sus causas en una sola, la cual nos ofrecería la “solución”; en segundo lugar, indican que existe una voluntad decidida de una persona intrínsecamente malvada para que un hecho pernicioso se produzca.
Así, las personas agresoras (en este ámbito o en otros) lo serían porque son malas, sin más; y la causa de esa maldad es porque, como es frecuente encontrar en medios y redes sociales, “falta educación”, la cual evidentemente es culpa de los padres.
No voy a detallar aquí la ingente literatura sobre factores de riesgo y protección ni tampoco negar la mayor: es evidente que la educación es un factor importante y que el efecto de los diferentes factores asociados a los padres es igualmente relevante. Pero no son los únicos factores asociados a las conductas antisociales.
La complejidad de la génesis de este tipo de conductas y la dinámica conductual no deberían llevarnos a reducir el análisis sobre estos hechos a que las agresiones únicamente se producen porque nos encontramos ante personas faltas de educación y con profundas convicciones “fóbicas”, pese a que es probable que exista algún caso en el que éstos fueren los factores predominantes, que no únicos.
En el caso que nos ocupa como eje vertebrador de este número, nuestros colegas entrevistados han señalado que parece evidente que la motivación de la agresión es la homofobia, habida cuenta de lo que se sabe del caso. Esta cuestión no es menor con independencia de la penalidad, dado que en clave de tratamiento o de prevención es importante atender a la especificidad de la conducta para identificar las áreas preferentes de intervención.
En aras de prevenir, la educación es un camino largo y que genera efectos positivos a medio y largo plazo, por lo que, de manera inmediata, Antonio Sanz nos proponía técnicas de prevención situacional para prevenir este tipo de hechos. Sin embargo, Beatriz Cruz nos alertaba del cortoplacismo de estas medidas y de las posibles consecuencias negativas para los colectivos afectados, más allá de posibles percepciones de culpabilización de las víctimas que en ocasiones estas medidas conllevan.
Ahora bien: ¿todos los implicados en este tipo de agresiones poseen estas características? ¿Podemos encontrar otra suerte de explicaciones para las agresiones grupales a personas pertenecientes a estos colectivos?
Get real
Como apunté antes, estructuralmente perviven expresiones, costumbres y/o estructuras cognitivas adquiridas, entre otras cuestiones, que son abiertamente discriminatorias, no es nada nuevo. Sin embargo, en los últimos años se ha realizado una labor sensibilizadora en múltiples niveles que, como en el caso de la educación, no va a manifestar sus efectos sino a medio plazo.
Además, las cuestiones estructurales encierran la trampa de que las conductas pueden estar legitimadas y afectadas por ellas, pero no pueden explicar la variabilidad conductual por sí mismas. Son necesarias, pero no definitivas. Por tanto, es necesario comprender los factores personales y circunstanciales que se hallan tras este tipo de agresiones y las dinámicas de las actuaciones grupales.
Si antes me referí a los “instintos” entendidos como sesgos que limitan nuestra cognición para obtener explicaciones sencillas ante problemas complejos, no es menos importante aludir a las distorsiones cognitivas que las personas agresoras suelen poseer en algunos tipos de conductas antisociales.
En el caso que nos ocupa, déficits educativos, en la socialización o derivados de aspectos estructurales pueden generar en los individuos distorsiones que llevan a menospreciar a las víctimas (en este caso, por su diversidad u orientación afectivo-sexual). Sin embargo, las distorsiones cognitivas no son suficientes únicamente para que se produzca una agresión.
Deben concurrir otros factores que la provoquen/detonen.
En este caso concreto, de lo que se desprende de las informaciones periodísticas, parece que nos encontramos con personas en las que se concitan diferentes factores de riesgo que permitirían catalogarlas como personas proclives a la violencia; además, el contexto de ocio, en el que suelen estar presentes sustancias estupefacientes y psicotrópicas que favorecen que la capacidad de regular el comportamiento disminuya o se altere, así como estar rodeado de otras personas de características similares, es un cóctel explosivo.
En este tipo de encuentros violentos, máxime cuando se dan grupalmente, es altamente probable que las distorsiones cognitivas se vean acompañadas de procesos de minimización, desprecio y deshumanización de las víctimas, así como de negación del daño causado, la minimización de las consecuencias y de la responsabilidad; del mismo modo, aparecen las culpabilizaciones de las víctimas (como “causantes” de la agresión por su “provocación”) o, en el caso en los seguidores de los líderes de la agresión, una apelación a la lealtad hacia el grupo.
Y estos mecanismos pueden aparecer incluso en personas que configuran el grupo, pese a que no compartan las creencias erróneas o las distorsiones de los líderes del grupo. Incluso pueden participar personas no necesariamente predispuestas al comportamiento violento.
En definitiva, tendemos a rodearnos de personas afines a nuestras ideas, prejuicios o ideología, especialmente para el ocio: esto puede suponer un riesgo si nos encontramos con grupos de potenciales agresores; aunque también un mecanismo de protección para las víctimas, si estamos bien acompañados y, especialmente, somos más numerosos. Sin embargo, éste último supuesto no suele darse dado que los procesos de elección son racionales, pese a que lo señalado antes pueda dar a entender lo contrario.
En definitiva: ser uno mismo, para víctimas y para agresores, podría ser un factor de riesgo en hechos de esta naturaleza. ¿Cómo? ¿También para las víctimas?
And then, we danced?
Sobrevuela cierto pesimismo en torno a este tipo de conductas; asimismo, como he indicado antes, los cambios a través de la sensibilización y la educación operan a medio y largo plazo y, como es bien conocido, cuanto más específico es un programa de intervención mejores resultados ofrece, en promedio.
Desde hace tiempo se conoce que la atribución de los roles relativos al género que socialmente están instaurados podrían provocar que los hombres homosexuales sufran más violencia física y verbal que las mujeres. Mientras que en el caso de las mujeres estas conductas se perciben como una conducta deseable a ojos de hombres heterosexuales, al considerarse una fantasía de índole sexual, en el caso de los hombres se percibe la manifestación de la feminidad y las muestras de afecto como una amenaza. De hecho, se observan más emociones negativas en el caso de gays “afeminados” que en el caso de gays percibidos como más “masculinos”.
Es decir: ser uno mismo y expresar su afecto, modo de vestir o actuar, por ejemplo, configuraría un factor de riesgo para ser victimizado por individuos con carencias diversas y que, al observar que no se cumplen ciertas expectativas, las cuales configuran gran parte de los sesgos que poseen, activarían su catálogo de recursos para minimizar una agresión.
No obstante, este hecho también ofrece elementos para conocer hacia dónde dirigir los esfuerzos en materia de prevención, dado que los objetivos de estos programas pueden orientarse hacia estos factores, entre otros, con el fin de aumentar su impacto positivo.
En cuanto a las lecciones del hecho que vehicula este número, parece que, efectivamente, una discusión previa con los agresores podría explicar la agresión posterior que, en efecto, poseería tintes de homofobia. No obstante, es importante no olvidar otros factores concurrentes en las personas agresoras que interaccionan con las distorsiones que poseen.
En todo caso, cabe plantearse que los efectos de los avances sociales y, efectivamente, en materia de derechos, operará cambios en todos los niveles y la tolerancia y el respeto irán en aumento, si bien no a la velocidad deseable, pero esperemos que constante.
La película que da nombre a este apartado se estrenó en Georgia con un fuerte rechazo, pero la ciudadanía agotó las entradas de los pases programados y, qué remedio, no se pudo cancelar su proyección. Habida cuenta del estado del respeto a la diversidad en el país, todo un éxito. Y un guiño lleno de esperanza.
Tal vez no sea casualidad que el camino a la felicidad de Bob Pop haya contado con el compositor Nico Casal, quien participó en el premiado corto Stutterer, que narra la historia de una persona auto-reprimida por el problema que nombre del corto indica: la tartamudez. La lección que recibe es muy valiosa en términos de respeto y de capacidad de afrontar los problemas.
Y una lección también reseñable que extraemos de mis colegas Beatriz y Antonio es que tenemos una realidad que afrontar desde la ciencia, pero siempre contando con la voz de los actores principales.