Cita recomendada: Brandariz García, J. A., González Sánchez, I., y Maroto Calatayud, M. (2020). La gestión policial de la protesta en la década de 2010. PostC: La PosRevista sobre Crimen, Ciencia y Sociedad de la era PosCovid19, (1).
Introducción.
La larga década de 2010, que arrancó marcada por la acción colectiva contra las políticas de austeridad, termina de una manera extraña, en un confinamiento domiciliario casi global y con la intensificación de la movilización antirracista en los EEUU. En este peculiar contexto sale a la luz el último número de la revista Social Justice (www.socialjusticejournal.org), del que hemos sido editores invitados (Maroto, González-Sanchez y Brandariz, 2020). El monográfico fue pensado como una aproximación al ciclo de protesta anti-austeridad, y a sus consecuencias. Algunas de las ideas allí plasmadas, que resumimos aquí brevemente, quizás sean hoy útiles para abordar las inciertas dinámicas policiales de la nueva y abrupta década.
Ciclo y olas de protesta global en los 2010s: los perdedores y ganadores de la globalización.
El ciclo de protesta que analizamos en el monográfico empieza a gestarse en 2008, eclosiona en 2011, vive una nueva ola en 2013 y decae progresivamente a lo largo de los tres años siguientes, con algunas erupciones tardías y de menor significación, como la Nuit Debout en Francia (2016). Tiene como precedente relativamente inmediato el movimiento antiglobalización, pero se diferencia del mismo en la naturaleza más transversal de sus bases sociales, y en una identidad colectiva política más difusa. Es difícil, en este sentido, hablar de un movimiento homogéneo: el ciclo incluye realidades muy diversas, geográfica y políticamente.
La represión de los movimientos sociales es una cuestión de decisiva importancia para entender el presente y futuro del sistema punitivo en los modelos políticos actuales. El análisis histórico confirma la importancia de las necesidades de represión política como motor de la formación y consolidación de nuevas formas de configuración estatal. No en vano, los cuerpos policiales modernos nacieron en el siglo XIX estrechamente vinculados a los problemas que planteaba seguir conteniendo a través del ejército la disidencia política y los disturbios en un contexto urbano. Las cargas policiales selectivas contra manifestantes, o las demostraciones “abrumadoras” de fuerza fueron, por ejemplo, una de las innovaciones de la London Metropolitan Police en 1830, novedad táctica que buscaba disolver e incluso prevenir tumultos evitando las muertes y daños habituales en las cargas militares, al precio de producir heridos graves.
Del “heavy-handed policing” al “softline policing”
Esa contención en el uso de la violencia letal en la gestión de manifestaciones y de protestas es un proceso que se asienta progresivamente durante el siglo XX hasta convertirse, al menos en Europa occidental y EEUU, en un fenómeno infrecuente tras la Segunda Guerra Mundial. Solo algunos países de democratización tardía siguieron presenciando de manera rutinaria muertes en manifestaciones durante la segunda mitad del s. XX. En Italia, alrededor de 150 personas murieron en manifestaciones entre 1947-1954. Por lo que hace a las protestas de los años 60 y 70, en Europa el uso de la violencia estatal letal era ya infrecuente, salvo en casos como el italiano (dos manifestantes muertos en la primavera de 1977) o el español (donde no menos de 250 activistas de izquierda y manifestantes pro-democráticos murieron entre 1976-1982 a manos de la policía). En el ciclo de movilización del cambio de siglo, generalmente descrito como anti-globalization movement, el nivel de violencia letal fue muy inferior. No obstante, en julio de 2001 un manifestante, Carlo Giuliani, murió a manos de un carabiniere en Génova y la policía utilizó armas de fuego, sin víctimas mortales, en Goteborg (Suecia) en junio de 2001.
En el último ciclo de movilización global el uso de la violencia estatal letal parece diferenciar la gestión de la protesta en Europa y EEUU de la de los estados de la Primavera Árabe. En este último caso, algunas protestas democráticas derivaron en guerras civiles (Siria, Yemen, Libia), y otras causaron centenares de muertos, como el caso de Egipto, Túnez o Baréin. El empleo de la heavy-handed policing con resultados letales también caracterizó, sin embargo, la gestión de protestas como el Euromaidan en Ucrania, que dejó un número indeterminado de muertos que algunas fuentes elevan a casi 800, las Gezi Park protests en Turquía, o las protestas de 2013 en Brasil.
En el Norte global, en gran medida como consecuencia del elevado nivel de apoyo público alcanzado por las movilizaciones, el modelo de hardline policing se vio sustituido o complementado por formas menos espectaculares de represión estatal.
Por una parte, siguiendo un esquema clásico de persecución política, se seleccionó a los supuestos “dirigentes” de las protestas y, tras la finalización de las campañas, se procedió a su persecución penal, en gran medida como forma de impedir los efectos en el campo político –de posible construcción de una nueva élite gubernativa- de las movilizaciones. El ejemplo paradigmático en este sentido es el de la denominada Umbrella Revolution de Hong Kong (2014), en el que diversos líderes del movimiento fueron condenados penalmente en 2017.
Junto a este esquema de represión de la protesta, que todavía se mantiene dentro del marco del sistema penal y de su rendimiento en términos de persecución política, se ha dado en el último ciclo de protesta un recurso intensivo lo que algunos autores denominan “burorrepresión”, la imposición masiva de multas administrativas y otras trabas burocráticas a los manifestantes. Este fue el modelo privilegiado en el caso del 15-M en España, como forma de impedir su extensión con posterioridad al momento álgido de la primavera de 2011. Una variación de este modelo se dio en el caso de Occupy, donde se recurrió a diversas civil ordinances sobre el uso del espacio público para impedir la permanencia o la extensión de las acampadas.
El peso de la distinción entre lo “político” y lo “no político”
Las movilizaciones de comienzos de esta década muestran que matar activistas políticos resulta hoy inadmisible en el Norte global. No ocurre lo mismo en otros ámbitos de intervención policial. Sirva el caso de EEUU, donde la violencia fatal es inexistente en casos de movilización política y continúa siendo muy frecuente en la actividad policial común. En 2017, el proyecto Mapping Police Violence contabilizó que 1150 personas habían muerto a manos de la policía. En este país, el sesgo racial en el uso de la fuerza policial ha sido, y continúa siendo, un elemento determinante de esta diferencia, como ha evidenciado recientemente el movimiento BlackLivesMatter.
Otro ejemplo llamativo es Argentina, donde diversas entidades sociales denuncian desde hace años el preocupante uso rutinario del llamado gatillo fácil. La Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional contabilizó casi 500 muertos a manos de la policía en 2019. Frente a ello, las muertes de militantes políticos, en gran medida como consecuencia del genocidio vivido en la última dictadura militar (1976-1983) son un verdadero anatema en el caso argentino, que produce olas de movilización popular realmente extraordinarias. Las amplias protestas generadas por las muertes de Mariano Ferreyra (2010) y de Santiago Maldonado (2017) son, en este sentido, especialmente reveladoras.
Probablemente esa suerte de límite que se ha ido consolidando progresivamente en relación con las intervenciones policiales ante protestas políticas es el motivo principal por el que la represión de la realización del referéndum de autodeterminación de Catalunya el 1 de octubre de 2017 generó un enorme impacto mediático y político internacional, a pesar de que el uso de la fuerza policial fue allí limitado en comparación con otros contextos de movilización. Resulta interesante que la posterior respuesta penal no haya generado el mismo nivel de conmoción internacional, a pesar de que, como respuesta directa a la celebración del referéndum, se hayan puesto en marcha formas de excepcionalismo penal que han significado el encarcelamiento, procesamiento y condena por delitos muy graves de diversos miembros entonces gobierno catalán, y la huida al exilio de otros. Probablemente una explicación tiene que ver con la naturaleza netamente política de la protesta. La policía española intentó (en vano) impedir un acto inherentemente político, que no podía ser narrado como violento. Operó aquí esa sensibilidad colectiva sobre el uso del heavy-handed policing que, como se ha apuntado, está lejos de alcanzarse en otros ámbitos de funcionamiento policial que no tienen que ver con las protestas políticas.
Esta última conclusión merece un matiz no menor sobre la generación de formas virtuosas de lucha anti-represiva. El ciclo de movimiento de la segunda década del siglo ha producido una forma de lucha contra la represión penal más novedosa, que ha tomado forma en el movimiento BlackLivesMatter en EEUU. BLM cobró impulso en 2013-2014, en las protestas, primero on-line y posteriormente físicas, contra las muertes de Trayvon Martin (2012), Eric Garner (2014), Michael Brown (2014), y su impacto político continúa siendo hoy muy elevado tras la muerte de George Floyd (2020). BLM cuestiona la violencia policial contra las personas negras en EE.UU. En ese sentido, BLM supera la división político/no-político que todavía parece afectar en muchos países a la sensibilidad colectiva en relación con el uso de la fuerza policial. Dicho de forma más precisa, BLM cuestiona y señala la dimensión simbólica de determinadas formas de violencia estatal que aparecen despolitizadas, esto es, reconocidas como formas necesarias de actuación policial. En suma, incluso siendo difícilmente traducible en muchos lugares fuera de EEUU, BLM aparece como una campaña esperanzadora, tanto para repensar lo político como para re-politizar la crítica a la violencia institucional.
La función productiva de la represión: enmarcar la protesta como criminalidad.
La gestión policial de la protesta no se agota en las funciones represivas sobre los movimientos sociales, sino que también tiene efectos productivos sobre la sociedad. Un análisis amplio del ciclo de protestas de 2010s permite apreciar que las instancias del sistema penal son utilizadas para reducir las resistencias desde abajo a la implantación desde arriba de políticas que mercantilizan bienes y servicios y degradan la limitada potencia democrática de los sistemas políticos representativos. Esta es la función general de este ciclo de represión de la protesta: contener la aparición de alternativas políticas.
Esta tarea requiere de un intenso trabajo tanto material como simbólico para producir categorías tales como la del “manifestante antisistema”, labor productiva que se desarrolla a través del discurso político y mediático, de la modificación de textos legales, de la actuación policial y de la función expresiva de la imposición de penas y sanciones. La articulación concreta de estos actores, instituciones y procesos es variable y compleja. A modo de ejemplo: la convocatoria Rodea el Congreso del 25 de septiembre de 2012 fue calificada por la responsable política de la policía en Madrid como un “golpe de Estado encubierto”, justificando así un enorme despliegue policial que incluyó la imposición indiscriminada de sanciones y diversas acciones penales. La posterior desestimación judicial de las sanciones no reparó el temor generado a sufrir de nuevo un proceso sancionador. La operatividad de las garantías jurídicas para contrarrestar, en el corto plazo, los efectos socialmente perjudiciales de la represión de la protesta, suele ser limitada.
Cuando la vía mediático-policial no es exitosa a menudo se recurre a reformas legales que proscriben la protesta, que “producen delincuencia”. En tanto en democracia ilegalizar actividades políticas tiene un difícil encaje, por lo general se prohíben, indirectamente, actividades asociadas al colectivo a controlar (llevar el rostro tapado, portar determinados objetos, entrar en determinados lugares, recurrir a determinado repertorio de protesta). Esta penalización de nuevas conductas se solapa con procesos de “descriminalización”, que amplían los poderes policiales para identificar, sancionar o usar la fuerza. Se consigue, así, que actuaciones policiales que de otra manera podrían ser impugnadas pasen a ser legales.
La violencia simbólica: hacer política, sin que lo parezca, a través del castigo.
Resulta importante poner el foco de análisis en los efectos que tiene el control policial de la protesta no en los movimientos sociales controlados, sino en el público amplio, en la audiencia general, en los espectadores. En otras palabras, se trata de partir del reconocimiento durkheimiano de que el castigo tiene efectos que van más allá de las personas penalizadas, y de que la audiencia es el principal destinatario.
En este sentido, es por ejemplo fundamental considerar el apelativo con el que los dirigentes políticos etiquetan a los manifestantes (“antisistema”, “alborotadores”, etc.) o las actividades que realizan (“acosos”, “violencia”, “golpe de Estado”, etc.). O cómo llenar las manifestaciones de policía reproduce un mensaje de peligrosidad e ilegalidad. O cómo, cuándo se limita el ejercicio de derechos fundamentales a través de ordenanzas o de normativa infralegal, se devalúa la actividad de los manifestantes al equiparar el ejercicio de derechos políticos fundamentales con meros comportamientos molestos.
Estos procesos están orientados a despolitizar problemas políticos. La discusión se desplaza así del ámbito del debate político (sobre la distribución del gasto público, sobre los derechos fundamentales, sobre el acceso a necesidades básicas, sobre la independencia de las instituciones públicas frente a intereses económicos), a otro mucho más conveniente: el de si una manifestación estaba debidamente autorizada, si una decena de manifestantes usaban pasamontañas, o si gritar determinadas consignas está permitido o no.
Contribuciones al debate.
El conjunto de textos que presentamos en este número de Social Justice aborda las cuestiones aquí planteadas a partir de varios estudios de caso.
La relación dialéctica que existe entre las formas de protesta y las formas de control policial es un tema de estudio recurrente. En este sentido, el artículo de Andrii Gladun (2020), en su aproximación a las protestas Euromaidán en Ucrania, construye un modelo estadístico que tiene en cuenta las variaciones en el tiempo, la distribución geográfica de la represión y la protesta y el tipo de actuación policial. Gladun sugiere que unos niveles de represión estatal bajos fomentaron la movilización, mientras que cuando la represión se endureció, tuvo efectos disuasorios en los manifestantes. En este sentido, se señala que la percepción de la legitimidad de la represión es clave.
El texto de Emily Brissette (2020) analiza la lucha simbólica en torno al intento de deslegitimación de las protestas de Occupy Oakland mediante dos procesos entrelazados: la prohibición física a determinadas personas de acceder a los espacios en los que se realiza el grueso de la protesta; y la asignación de la etiqueta de “criminal” a ciudadanos haciendo política de una forma no institucional. Su análisis del discurso, complementado con sus observaciones, permite a Brissette identificar tres actores principales (autoridades, ACLU y Anti-repression Committee) que con tres tácticas distintas (criminalización, defensa legal y denuncia) pugnan para presentar Occupy Oakland como un movimiento político legítimo o ilegítimo.
Oliver y Urda (2020) ahondan en el concepto de la burorrepresión y en la Ley de Seguridad Ciudadana como colofón del ciclo represivo en España. Al igual que en el caso de Oakland, el Estado pareció optar por las multas administrativas, un tipo de sanción habitualmente ausente de los análisis sobre las formas de castigo estatal. Oliver y Urda analizan el incremento de las multas administrativas contra manifestantes, multas que permitían evitar un incómodo control judicial. Por su parte, la reforma de la legislación sancionadora administrativa y del Código Penal en 2015 supuso la prohibición ad hoc de buena parte del repertorio de protesta no violenta vinculado al 15M.
Este uso de una represión más individualizada y menos visible reaparece en el análisis de Miguel Ángel Martínez López (2020) de las protestas en Hong Kong. El autor se basa en decenas de entrevistas semiestructuradas y notas de campo para relatar la dialéctica entre las acciones policiales y las de protesta, señalando cómo la interacción con otros movimientos sociales –de carácter reaccionario- influyó en un endurecimiento de la represión policial, que contaba con apoyo considerable. Además, apunta hacia una represión dilatada en el tiempo y orientada a impedir que movimientos como el Umbrella Movement puedan volver a constituirse, descabezándolo.
Por último, Matt Clement (2020) reflexiona sobre el significado de estos sucesos ampliando la perspectiva temporal y el tipo de agentes implicados. Así, a partir de los casos de USA y UK, reflexiona sobre el papel de los sindicatos y el Labour Party, actores históricamente muy importantes en la articulación y ejecución de la protesta, y los vincula a algunos nuevos movimientos sociales, como “UK Uncut”. Clement analiza cómo el pánico moral generado alrededor de los riots alimentó sentimientos xenófobos que tuvieron su culmen en la campaña por el Brexit.
Líneas de discusión
La penalización de este ciclo de protestas es importante por motivos que van más allá de la relación entre Estado y movimientos sociales. Lo que está en juego, como ya hemos sugerido, es una transformación neoliberal de las estructuras y las funciones del Estado en la que el uso de la penalidad es central.
Cada ciclo de represión de la protesta en una democracia contribuye a transformar la cultura política de un país, a redefinir lo que es políticamente pensable e impensable. Este final de la década parece dar la razón a autores como Levitsky y Ziblatt, cuando recuerdan que, al menos desde el final de la Guerra Fría, los sistemas democráticos ya no fenecen por los tradicionales golpes de estado militares, sino por la corrupción de sus instituciones por parte de élites y líderes autoritarios. Parece una buena aproximación a lo que ha sucedido en los últimos años en lugares como Turquía, Brasil o Hungría, pero también en EEUU y en España/Catalunya. El reto analítico (y político) del futuro próximo será indagar cómo va a reconfigurarse la represión de la protesta en un nuevo giro autoritario.
Referencias.
Brissette, Emily (2020) Restraining the Political through Stay-Away Orders: The Case of Occupy Oakland, Social Justice, Vol. 46-2/3
Clement, M. (2020) Race for the Future, Social Justice, Vol. 46-2/3
Gladun, Andrii (2020) Impact of Repression on Mobilization: The Case of the Euromaidan Protests in Ukraine, Social Justice, Vol. 46-2/3
Oliver, P. y Urda, J.C. (2020) The Repression of Protest in Spain after 15-M: The Development of the Gag Law, Social Justice, Vol. 46-2/3
Martínez, M. A. (2020) Street Occupations, Neglected Democracy, and Contested Neoliberalism in Hong Kong, Social Justice, Vol. 46-2/3
Maroto, M., González-Sanchez, I., Brandariz, J. A. (2020) Editors’ Introduction: Policing the Protest Cycle of the 2010s , Social Justice, Vol. 46-2/3, disponible en: http://www.socialjusticejournal.org/wp-content/uploads/2020/07/156_01_Introduction1.pdf