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Primavera 2022

En el doscientos aniversario del Código Penal e 1822. El tributo al pasado

Código Penal e ideal ilustrado

 

A finales del siglo XVIII y principios del XIX Europa vive una eclosión de regeneracionismo penal. Hay una convicción generalizada de que debe reformarse la vetusta y aterradora legislación punitiva de la Edad Moderna.

En este contexto, el doscientos aniversario del Código Penal de 1822 es un excelente motivo para una revisión de su ideología y contenido, remarcando sus aspectos más avanzados, pero también reseñando las sombras del mismo, lastre del peaje al pasado y que ponen en cuestión su carácter “ilustrado”.

A principios del XIX lo cierto es que “Código” se equipara casi a una suerte de divisa de la Ilustración.  En las observaciones al Proyecto emitidas por el Colegio de Abogados de Madrid se hace referencia a la ley penal como aquella …”de la cual pende casi enteramente la suerte y la felicidad del cuerpo social”, llegando a referirse al Código Penal como “manual del ciudadano” (OBSERVACIONES , p. 7).

El deseo de que las Cortes promulgaran un Código Penal , una vez expresado el mandato codificador del art. 258 de la Constitución de Cádiz, se expresaba con frecuencia: El 28 de junio de 1820, un periódico madrileño, El Conservador,  publicaba una amarga queja por la prolongación de la detención por más de cuarenta días de dos ciudadanos. Concluía la crónica exhortando a las Cortes a preparar con toda urgencia un Código Criminal:

“¡Padres de la Patria! ¡mirad con benignos ojos las desgracias que ocasiona un vicioso código criminal! Muchos de vosotros las conocéis por experiencia habiendo sido sus víctimas. La España espera que lo enmendaréis, la humanidad lo exige, y vuestro deber os lo manda imperiosamente”.

Había además en los miembros de la comisión redactora una convicción de ruptura cuando no ahorraban críticas a la Novísima Recopilación por

“…sostener y conservar el antiguo y vicioso sistema, las mismas bases, las mismas penas, y tantas leyes y títulos intempestivos en el día, como por ejemplo los de la Santa Trinidad y de la Fé Católica, de los judíos y su expulsión de estos reinos, de los moros y moriscos, de los hereges y descomulgados, de los adivinos, hechiceros y agoreros, de los juramentos y perjuros, de los sacrilegios, de las usuras y logros, de la sodomía y bestialidad, con otros que no deben ocupar ningún sitio, ni insertarse directamente en un buen código criminal” (DIARIO, T.1, p. 217).

Sin embargo, es una nota característica del Código de 1822 su relevante carga de elementos del Derecho del Antiguo Régimen y su nota de “ejecutor” del mandato de estricta confesionalidad estatal que estableció la Constitución de Cadíz. El tributo que el texto hubo de pagar a la tradición ha sido con frecuencia destacado (QUINTERO. G, pp.32 y ss, y en relación con el aluvión de informes y observaciones de tribunales, colegios de abogados o universidades, TORRES. M, pp. 92-122);

Se pueden deslindar qué partes de esa tradición se incrustaron irremisiblemente en el texto, cuáles fueron desdeñadas y en qué casos estamos simplemente ante reminiscencias del pasado. Todo lo anterior sin menoscabar el gigantesco mérito un Código que hubo de combatir las tendencias ultramontanas y que valientemente desechó propuestas y sugerencias que de aceptarse lo hubiesen convertido en una mera ordenación y simplificación de la Novísima Recopilación.

 

El contexto jurídico de la Ilustración penal española. Religión católica y Código Penal

 

La Comisión redactora hubo de atender a múltiples informes que criticaban, por ejemplo, la falta de castigo para conductas como la sodomía o el suicidio. Finalmente plasmó un texto con avances meritorios. Circunstancias como la excepcionalidad en el castigo de los delitos culposos a los casos previstos en la ley, la eliminación de referencias a “judíos”, “moros” o “gitanos”, la introducción de una circunstancia agravante como la de “mayor instrucción o dignidad del delincuente y sus mayores obligaciones para con la sociedad…” sistemáticamente conectada con las atenuantes de “falta de talento o instrucción del delincuente” o “indigencia”; La relevancia de factores como ser delincuente primario, haber observado buena conducta anterior, el arrepentimiento, los servicios previos al Estado, la confesión, las indemnizaciones a los injustamente presos, son avances suficientemente destacados y verdaderamente rupturistas.

¿En qué cedió la Comisión redactora? ¿En qué se mantuvo el Código extramuros de un proceso codificador ilustrado?

Podemos establecer los antecedentes del peso de una larga tradición legal y de la fuerza de un cuerpo de doctrina (fundamentalmente no penal, sino teológica y política) que tenía que ver con las ideas sobre el uso del ius puniendi y sobre el método jurídico. La ausencia de una metodología jurídica racionalista y la pervivencia de una estricta ortodoxia católica en la Constitución de Cádiz habían contribuido a un discontinuo proceso de asimilación del movimiento ilustrado.

Se ha dicho que “la mentalidad ilustrada española, nunca dejó de contrastar el pensamiento y la ciencia con las exigencias de una ortodoxia, y no con sus propias exigencias de rigor, internas y significativas…”(VILLACAÑAS, p, 155). Hay un fondo ideológico tradicional, religioso y estamental, sobre el que, sin embargo, “…se tratan de insertar, no sin visibles incoherencias conceptuales, algunas de las principales doctrinas de la Ilustración penalista europea” (HERNÁNDEZ M, p. 40).

Si todo lo antes expuesto no deja de ser un lastre conceptual y metodológico, la cuestión religiosa tuvo una trascendencia patente en el texto final. La Constitución de 1812 casi se puede decir que sostiene que España, más que una nación política, era una comunidad religiosa. El pensamiento más conservador, había conseguido así “la penetración conceptual de la sociedad estamental en la obra de la misma revolución por medio del derecho histórico y de la ortodoxia católica” (VILLACAÑAS, JL. p 52) .

El artículo 12 consagró que “La religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica y romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas y prohíbe el ejercicio de cualquier otra”. Únase a lo anterior lo dicho en el preámbulo sobre la apelación a “las antiguas leyes fundamentales de esta Monarquía”, y queda así apuntada una orientación de la Constitución como la reordenación racional del derecho histórico en el marco de una comunidad católica.

En los debates parlamentarios sobre el Código, la defensa de una represión penal muy severa y aún de propuestas más duras que fueron defendidas siempre con base en ser un desarrollo del art. 12 de la Constitución.

Esta fijación de una verdad histórica se desarrolló en el Código; La parte especial comenzaba con una Parte Primera, De los delitos contra la sociedad. Su primer Título llevaba la rúbrica “De los delitos contra la Constitución y el orden político de la monarquía”. Sus primeros capítulos son los “Delitos contra la libertad de la Nación”, “delitos contra el Rey, la Reina o el príncipe heredero”, “Delitos contra la religión del estado”. El primero de los preceptos de los delitos contra la religión es tajante: “Todo el que conspirare directamente y de hecho a establecer otra religión en las Españas, o a que la Nación Española deje de profesar la religión católica apostólica romana, es traidor, y sufrirá la pena de muerte” (art. 227). Ante la queja de una Audiencia Territorial por la falta de castigo de la herejía, se sostuvo sin mayor explicación que sí que estaba contemplado el delito, sólo que con otro nombre; “El artículo 232, que es el que trata de este delito, aunque omitiendo el nombre de heregía…” así, Calatrava en la discusión de Cortes (Diario de Actas…Tomo III p.9).

En los anteriores capítulos se habían penado hasta once conductas con el cadalso. La consideración del asesino del Rey como “parricida” (artículo 219) da una idea de identificación con la tradición anterior a 1789. El mismo artículo albergaba la exacerbación punitiva de castigar con la muerte al que conspirare “para maltratar” de obra al Rey.

El delito de herejía seguía en realidad plenamente vigente. El artículo 229 castigaba con pena de hasta tres años de reclusión y otro de vigilancia especial por las autoridades al que “de palabra o por escrito enseñare o propagare públicamente doctrinas o máximas contrarias a alguno de los dogmas de la religión católica apostólica y romana, y persistiere en ellas después de declaradas tales con arreglo a la ley por la autoridad eclesiástica competente”. La introducción de libros prohibidos se castigaba con multa o arresto (art 231), la tenencia de un libro prohibido suponía el pago de una multa y la destrucción del ejemplar (232). La apostasía era tratada como una vileza execrable. El autor perdía todos sus honores, sueldos y empleos y se le consideraba “como no español” (art 233). La blasfemia implicaba hasta tres meses de prisión.

De hecho el sistema gaditano de ultraprotección a la religión católica ya se había comenzado  a desarrollar con el Decreto de 28 de febrero de 1813 que abolía el Tribunal de la Inquisición pero establecía simultáneamente los “Tribunales protectores de la fe”, y se restablecía el contenido de  Las Partidas en cuanto a las facultades de los obispos y vicarios para conocer de las causas de Fe, con arreglo a cánones y al derecho Común, y “las de los jueces seculares para declarar e imponer a los hereges las penas que señalan las leyes o que en adelante señalaren”. Asimismo, se disponía que “El Rey tomará las medidas convenientes para que no se introduzcan en el Reino por las aduanas marítimas y fronterizas libros ni escritos prohibidos o que sean contrarios a la Religión”, y el obispo o su vicario tenían la competencia de censura en materia de libros religiosos e incluso la de denegar licencia para su impresión. El Código es pues en este punto un elemento de defensa estructural de la esencialista identificación de España con el catolicismo.

Otras adherencias del pasado

 

Fuera de este caso, el Código pasa por otras limitaciones, por otros peajes al Derecho histórico. No obstante lo cual fue mérito de la comisión sustraer otros del texto final y rechazar propuestas y observaciones arcaizantes.

La pena de infamia siguió vigente.  El contenido de la misma, conforme al art. 28 incluía también “la de ser declarado indigno del nombre español”. El art. 74 desarrollaba ese contenido: “El reo… perderá, hasta obtener la rehabilitación, todos los derechos de ciudadano; no podrá ser acusador sino en causa propia, ni testigo, ni perito, ni albacea, ni tutor, ni curador sino de sus hijos ó descendientes en línea recta, ni árbitro, ni ejercer el cargo de hombre bueno, ni servir en el ejército ni armada, ni en la milicia nacional, ni tener empleo, comisión, oficio ni cargo público alguno”.

La infamia, tan arraigada en nuestro Derecho histórico, había sido generalmente una pena accesoria. A veces, sin ese título, lo que también proliferaba era una serie de solemnidades humillantes para el condenado que adornaban la ejecución. Solo podía imponerse a partir de los diecisiete años y era considerada (art.29) pena corporal. Si bien en principio acompañaba a la pena de muerte y a la de trabajos perpetuos, también se fijaba como pena autónoma para el marido que consentía el adulterio (art. 685) y para el que cometiera perjurio (art. 434). Delitos como esa especie de homicidio preterintencional que regulaba el art. 626 conllevaban infamia. En fin, todas las modalidades de robo conllevaban esta pena (art. 743). Su naturaleza accesoria a la pena de muerte prolongaba post mortem la deshonra del reo. Calatrava fue en este punto tajante en la defensa de la pena entendiendo que más se retraerían los hombres de ser asesinos o parricidas “si saben que han de morir con infamia” (Diario de Actas…Tomo III, p.352).

Afortunadamente se eliminó del Proyecto el resabio de salvajismo que suponía la pena de la marca. El art. 48 del proyecto establecía que: “El reo condenado a trabajos perpetuos será marcado públicamente en la espalda por el ejecutor de la justicia con un hierro ardiendo que forme la figura de la letra D”. El art. 49 disponía que el reo marcado que se fugase antes o durante la ejecución de la pena de trabajos “será puesto a la vergüenza sin necesidad de más proceso ni juicio que el mero reconocimiento de la marca”, siendo destinado luego a los trabajos “más arriesgados y penosos”, y si cometiese otro delito que conlleve pena corporal o de infamia “se le impondrá irremisiblemente la muerte sin más proceso ni diligencia que la información sumaria del nuevo delito, y el mero reconocimiento de la marca”.

También se recogió en el Proyecto la pena de vergüenza pública, desechada finalmente. Verdadera rememoración de las penas del antiguo régimen, se establecía que sería sufrida durante una hora “atado a un palo con una cuerda que lo sujete sin atormentarlo y sobre un tablado levantado en alguna plaza pública…” (art. 63).

La presencia de una fortísima implantación de la prevención general intimidatoria como fin de la pena conllevó relevantes anclajes con ese pasado: El implacable art. 53 estableció que “Los reos condenados á trabajos perpetuos, deportación ó destierro perpetuo del reino, se considerarán como muertos para todos los efectos civiles en España, después de nueve días; contados desde la notificación de la sentencia que causase ejecutoria…”. Se les condecían estos nueve días para que pudieran arreglar sus asuntos, testar y disponer de sus bienes, disolviéndose a efectos meramente civiles el matrimonio, salvo que el cónyuge quisiera acompañar al condenado. Permanecía por lo tanto en nuestro Derecho Penal la muerte civil.

Por supuesto, la regulación de la pena de muerte y de otra pena esencialmente relacionada, la pena de ver ejecutar la pena de muerte, se corresponden con ese viejo Derecho. Esta última se acompañaba también de todo un ritual minuciosamente normativizado. El art. 62 establecía que “El reo condenado a ver ejecutar la sentencia de muerte impuesta á otro, será conducido con el reo principal, en pos de él y en igual cabalgadura; pero con sus propias vestiduras, descubierta la cabeza y atadas las manos. Llevará también en el pecho y espalda un cartel que anuncie su delito de cómplice, auxiliador, encubridor, etc. y será comprendido en los pregones, permaneciendo al pié del cadalso ó tablado mientras se ejecuta el castigo principal”. El macabro sorteo que regulaba el art. 103 y en el cual tras unas reglas sobre qué proporción de reos pasarían por el cadalso y cuáles no, se determinaba que “á quienes no tocare la suerte, serán destinados á trabajos perpetuos después de ver ejecutar la pena capital en sus compañeros”.

El ritualismo exagerado de la ejecución de la pena de muerte es un homenaje al Derecho Penal más tenebroso. Quince artículos llenos de simbolismos reglamentaban la liturgia de la muerte estatal. Los aspectos más siniestros los recogen artículos como el 33 (“ejecución simulada” del reo que fallece antes del cumplimiento de la sentencia), la publicidad de la misma (art. 37), los requisitos del cadalso (negro, contiguo a la población y en lugar “proporcionado para muchos espectadores”, art. 39). El art. 40 es expresivo de todas las notas antes dichas: “El reo será conducido desde la cárcel al suplicio con túnica y gorro negros, atadas las manos, y en una mula, llevada del diestro por el ejecutor de la justicia, siempre que no haya incurrido en pena de infamia. Si se le hubiere impuesto esta pena con la de muerte, llevará descubierta la cabeza, y será conducido en un jumento en los términos expresados. Sin embargo el condenado a muerte por traidor llevará atadas las manos a la espalda, descubierta y sin cabello la cabeza, y una soga de esparto al cuello. El asesino llevará la túnica blanca con soga de esparto al cuello.

El parricida llevará igual túnica que el asesino, descubierta y sin cabello la cabeza, atadas las manos á la espalda, y con una cadena de hierro al cuello, llevando un extremo de esta el ejecutor de la justicia, que deberá preceder cabalgado en una mula. Los reos sacerdotes que no, hubieren sido previamente degradados llevarán siempre cubierta la corona con un gorro negro”. El reo llevaba en el pecho un cartel anunciando su delito (art.41), en un tránsito hasta el cadalso con pregonero público (art.42), y con posterior exposición del cadáver hasta la puesta de sol (46). Al traidor y al parricida “se dará sepultura eclesiástica en el campo y en sitio retirado, fuera de los cementerios públicos, sin permitirse poner señal alguna que denote el sitio de su sepultura” (46 in fine).

Otros resabios de nuestra antigua legislación, fue la pervivencia en materia de delitos contra la Administración de Justicia, del criterio talional. La acusación falsa llevaba aún consigo la prisión sufrida por el acusado (art. 429), el falso testimonio podía llevar la declaración de infamia además de esa pena talional (art. 432).

En fin, una nota del Código es su dureza. Como ya puso de relieve Antón Oneca, “…la rudeza con que son castigados muchos hechos, algunos de los cuales tienen hoy la consideracion de inocentes” (ANTON,J. p 277). Hurtos no especialmente graves podían conllevar hasta ocho años de obras públicas (art. 748) y cualquiera fuera de los casos más leves del art. 746 conllevaban infamia.

La equiparación de cualquier acto de preparación del delito con la tentativa (art. 5), el insólito sistema de vigilancia pública para el pensamiento o la resolución de delinquir (art. 9), dotaban al sistema del código de un subjetivismo desproporcionado.

La abolición por Fernando VII de las leyes promulgadas en el Trienio Liberal creo que marca indefectiblemente el positivo juicio crítico sobre el Código: el Derecho Penal de los españoles volvió a ser el de Las Partidas y la Novísima Recopilación. La prudencial pero heroica tarea de Calatrava y compañía quedó sin haber estado vigente (o al menos solo de manera marginal) pero dejó una fecunda semilla. Sus peajes a la tradición no empañan todo lo que de positivo tuvo este fascinante proceso.

 

Referencias

 

Diario de las Discusiones y Actas de las Cortes Extraordinarias de 1821. Discusión del Proyecto de Código Penal. 1821. Madrid, Imprenta Nacional 1822.

QUINTERO OLIVARES, G. (2017) Pequeña Historia Penal de España, Iustel. Madrid.

ANTON ONECA, J. (1965) “Historia del Código Penal de 1822”, Anuario de Derecho Penal y Ciencias Penales pp 263-278.

TORRES AGUILAR, M (2008). Génesis parlamentaria del Código Penal de 1822. Sicania University Press.

VILLACAÑAS BERLANGA J.L (2000), “La batalla por la ilustración española”, en Res Publica 5, pp.157 -175.

  HERNÁNDEZ MARCOS, M. (2009). “Las sombras de la tradición en el alba de la ilustración penalista en España: Manuel de Lardizábal y el proyecto de código criminal de 1787”. Res Publica, Nº. 22.

Gregorio Mª Callejo Hernanz
Gregorio Mª Callejo Hernanz

Juez en el Juzgado de Primera Instancia e Instrucción 5 de Majadahonda.

Licenciado en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid en 1995. Tras aprobar la oposición a Judicatura ejerce como juez desde 2001 en diversos destinos :Juzgado de Primera Instancia e Instrucción en Sant Boi de Llobregat, Juzgado de Instrucción de Badalona, Juzgado de lo Penal de Mataró, secciones 7ª y 9ª de la A. P de Barcelona (penales), Sección 23ª de la Audiencia Provincial de Madrid (penal) y , actualmente, Juzgado de Primera Instancia e Instrucción 5 de Majadahonda.
Su actividad docente se centra en el ámbito del Derecho Penal y del Derecho Procesal Civil. Ha sido profesor asociado de la Universidad Autónoma de Barcelona y  ha participado en  Másteres Universitarios en la propia U.A.B, y  sido ponente o director de cursos en el ámbito del Consejo General del Poder Judicial, Centre d´Estudis Juridics de la Generalitat de Catalunya, , Colegio de Abogados de Madrid y Universidad Antonio Nebrija.
Sus publicaciones científicas se han centrado en el ámbito del Derecho Penal y en concreto de la Historia del pensamiento jurídico penal español.

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