Introducción*
La Sentencia del Tribunal Constitucional 148/2021, de 14 de julio, se ha pronunciado sobre uno de los más relevantes y controvertidos problemas que se han planteado en el ámbito del Derecho público durante la pandemia de la COVID-19: el de si las medidas restrictivas de derechos impuestas por el Real Decreto 463/2020, por el que se declaró el estado de alarma, podían adoptarse válidamente al amparo de este instrumento jurídico o, por el contrario, requerían la declaración del estado de excepción por constituir una suspensión de tales derechos.
El artículo 116 de la Constitución contempla la posibilidad de declarar los estados de alarma, excepción y sitio, pero no precisa en qué casos puede acordarse cada uno de ellos, sino que se remite en este punto a la ley orgánica que los regula. Pero la Constitución también prevé en su artículo 55 la posibilidad de suspender ciertos derechos constitucionales, mediante la declaración del estado de excepción o de sitio (ap. 1) o en relación con las investigaciones correspondientes a la actuación de bandas armadas o elementos terroristas (ap. 2). A contrario sensu, hay que entender que la suspensión está constitucionalmente proscrita fuera de esos dos supuestos. En consecuencia, el RD 463/2020, que obviamente no encaja en ninguno de ellos, debería considerarse inconstitucional si hubiera impuesto una suspensión tal. La clave para resolver el problema planteado consiste, pues, en precisar si dichas medidas constituían una restricción o una suspensión de los derechos constitucionales afectados.
La STC 148/2021 declara la inconstitucionalidad de los preceptos del RD 463/2020 que establecían el popularmente denominado «confinamiento domiciliario», por considerar que suponían en realidad una suspensión de la libertad de circulación. El Tribunal no cuestiona ni la existencia del supuesto de hecho que justificaba la declaración del estado de alarma ni la utilidad, necesidad y proporcionalidad de las restricciones impuestas, sino únicamente el instrumento jurídico utilizado para establecerlas.
Esta Sentencia nos parece muy desafortunada, principalmente por tres razones. La primera es que llega demasiado tarde. El Tribunal ha resuelto casi quince meses después de que se presentara el correspondiente recurso de inconstitucionalidad y casi un año más tarde de que la disposición impugnada hubiera dejado de tener vigencia. El retraso es injustificable, habida cuenta de la extraordinaria relevancia de los intereses en juego y, sobre todo, del riesgo de que durante esos meses millones de personas sufrieran en sus derechos fundamentales lesiones de difícil o imposible reparación. Resulta incomprensible que el Tribunal no haya dado prioridad absoluta a este recurso y lo haya resuelto en unas pocas semanas.
En segundo lugar, la Sentencia viola prácticamente todos y cada uno de los criterios con arreglo a los cuales deben interpretarse las normas jurídicas, también las constitucionales. Como bien dispone el artículo 3 del Código civil, éstas «se interpretarán según el sentido propio de sus palabras, en relación con el contexto, los antecedentes históricos y legislativos, y la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas, atendiendo fundamentalmente al espíritu y finalidad de aquellas». No obstante, el Tribunal interpreta los correspondientes preceptos constitucionales de manera contraria a su tenor literal, antecedentes, contexto y finalidad, y sin tener debidamente en cuenta la realidad social y las consecuencias prácticas que para todos los intereses afectados se derivan de las distintas interpretaciones en liza.
La tercera razón guarda una estrecha relación con la segunda. Ignorar las mentadas consecuencias propicia que se escoja una interpretación que pone en serio peligro o menoscaba dichos intereses. Y eso es lo que, a nuestro juicio, ha hecho el Tribunal Constitucional aquí.
Posibles interpretaciones del término suspensión. Interpretación efectuada por el Tribunal Constitucional
Dos grandes tesis se han propuesto a la hora de definir lo que ha de entenderse por «suspensión» a los efectos del art. 55 CE. Algunos autores han defendido una tesis cualitativa. La suspensión no constituiría una restricción especialmente intensa de un derecho, que seguiría teniendo vigencia, siquiera limitada o parcial, sino una derogación temporal y total del mismo, que es algo cualitativamente distinto. La suspensión es una «supresión temporal de la vigencia de la norma constitucional» que establece el derecho (en palabras del Magistrado Conde-Pumpido, en su voto particular a la STC 148/2021).
Los partidarios de la teoría que podríamos denominar gradualista equiparan suspensión a una limitación (temporal) de una especial intensidad, que no elimina por completo las facultades que comprende normalmente el derecho afectado.
La STC 148/2021 adopta una tesis gradualista según la cual una restricción de derechos constituye una suspensión a los efectos del artículo 55.1 CE cuando reúne cumulativamente dos características: ser «general en cuanto a sus destinatarios y de altísima intensidad en cuanto a su contenido». El Tribunal considera que ambas concurrían en el confinamiento domiciliario.
Interpretación literal del término suspensión
El tenor literal del art. 55 CE apoya claramente la tesis cualitativa. El término «suspensión» tiene un sentido propio bien definido en el lenguaje jurídico español. «En Derecho el concepto de “suspensión” se entiende como la cesación temporal de la eficacia de un acto o norma jurídica» (González Rivas, en su voto particular a la STC 148/2021), y no como «restricción muy intensa». Cuando se afirma, sin más precisiones, que un acto jurídico –v. gr., una ley, un reglamento, un acto administrativo, un contrato, etc.– o un derecho ha sido suspendido, se entiende que éste ha dejado de tener vigencia, de producir sus efectos jurídicos, durante un tiempo. Sin embargo, la STC 148/2021 interpreta este término en un sentido más amplio, que excede de lo que en el lenguaje jurídico se entiende por suspensión.
Los antecedentes del precepto. La interpretación efectuada por el legislador
Como advierte el Magistrado Xiol Ríos en su voto particular a la STC 148/2021, «los debates constituyentes ponen de manifiesto que los estados de alarma, excepción y sitio fueron concebidos para resolver crisis de diferente naturaleza, no para aplicar un estado u otro dependiendo de la gravedad de la situación de emergencia». Con el estado de excepción se pretendía dar poderes al Gobierno para resolver crisis extraordinarias de índole política. Con el de alarma, capacitar al Gobierno para una rápida reacción ante catástrofes naturales o tecnológicas. Los constituyentes estimaron que el estado de alarma era el instrumento adecuado para combatir una epidemia grave.
La propia STC 148/2021 (FJ 11) reconoce que la regulación contenida en la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio (LOEAES), y los debates parlamentarios que la precedieron refuerzan esta idea. Así se deduce claramente de la regulación de los supuestos de hecho en los que cabe decretarlos. El artículo 4.b) LOEAES menciona entre las situaciones en las que cabe declarar el primero las «crisis sanitarias, tales como epidemias y situaciones de contaminación graves». El artículo 13.1 LOEAES, en cambio, contempla la posibilidad de declarar el estado de excepción sólo «cuando el libre ejercicio de los derechos y libertades de los ciudadanos, el normal funcionamiento de las instituciones democráticas, el de los servicios públicos esenciales para la comunidad, o cualquier otro aspecto del orden público, resulten tan gravemente alterados que el ejercicio de las potestades ordinarias fuera insuficiente para restablecerlo y mantenerlo».
A la misma conclusión se llega cuando uno observa las medidas que según la LOEAES cabe adoptar en tales estados. Las previstas en su artículos11 y 12.1 para el estado de alarma resultan mucho más adecuadas para luchar contra una epidemia que las contempladas en los artículos 16 a 26, respecto del estado de excepción.
Algunas consecuencias prácticas de las interpretaciones consideradas
Incertidumbres y errores en la elección del instrumento jurídico pertinente
Los poderes públicos pueden equivocarse al interpretar los preceptos que permiten utilizar determinados instrumentos jurídicos con el fin de afrontar ciertos problemas. Es posible que, de resultas de una equivocación tal, se utilice un instrumento inadecuado o jurídicamente improcedente, lo cual puede traer consecuencias muy perjudiciales para muchas personas.
A fin de minimizar el riesgo de que se cometan tales equivocaciones, el contenido del término de «suspensión de derechos» a los efectos del art. 55 CE debería tener un elevado grado de previsibilidad. Y no cabe duda de que este contenido resulta mucho más predecible con arreglo a la referida tesis cualitativa que de acuerdo con una tesis gradualista como la sostenida por la STC 148/2021. Esta última obliga a fijar, caso por caso, el umbral a partir del cual las restricciones de un derecho son «generalizadas» y alcanzan una «altísima intensidad» tal que deben considerarse suspensiones. Lo cual está muy lejos de ser una tarea sencilla, de resultados fácilmente previsibles.
Además, si el riesgo de cometer esos errores interpretativos es muy elevado, el Gobierno tenderá a decretar el estado de excepción ante la duda, incluso en casos donde, en realidad, sería constitucionalmente lícito y más adecuado utilizar otras herramientas.
Riesgos para los derechos afectados
La razón fundamental que late implícitamente en la interpretación extensiva que el Tribunal Constitucional hace del concepto de suspensión es que el estado de excepción protege y garantiza mejor los derechos afectados que el de alarma, en la medida en que el primero debe contar con la previa autorización del Congreso, a diferencia del segundo, que sólo la necesita si el Gobierno pretende prolongarlo más de quince días.
Esta premisa, sin embargo, resulta cuestionable, cuando menos por las siguientes razones. En primer lugar, cabe pensar, ciertamente, que esa intervención parlamentaria reduce el riesgo de que los derechos afectados sufran excesos y arbitrariedades gubernamentales, pero sólo en la medida en que el Congreso sea realmente capaz de evaluar de manera adecuada las medidas propuestas por el Gobierno y tomar una decisión acertada. Y, en el caso de una epidemia grave, dicha capacidad tenderá a ser muy baja. De un lado, porque una crisis tal puede dificultar considerablemente el funcionamiento del Congreso y, en consecuencia, minar su capacidad de control, como de hecho así ocurrió durante las primeras semanas del estado de alarma. De otro lado, es probable que, en estas situaciones, los diputados apenas dispongan de los conocimientos, la información y el tiempo necesarios para evaluar cabalmente tanto los riesgos epidemiológicos, sociales y económicos a los que hay que hacer frente como las medidas propuestas por el Gobierno a este respecto. Además, el control resultará prácticamente ineficaz si el partido o la coalición política gubernamental cuenta con la mayoría parlamentaria.
En segundo lugar, debe notarse que la prórroga del estado de alarma está sujeta también a la autorización previa del Congreso, que se otorga a través del mismo procedimiento previsto para autorizar el estado de excepción. Es decir, un estado de alarma prorrogado –como el enjuiciado por la STC 148/2021– goza de las mismas garantías que la declaración de un estado de excepción.
En tercer lugar, la intervención previa del Congreso puede ser enormemente costosa. Los diputados necesitan tiempo para evaluar adecuadamente tanto la crítica situación existente como las medidas propuestas para encararla. Y el coste de oportunidad de ese tiempo, que se añade al que el Gobierno empleó antes para llevar a cabo su propia evaluación, puede ser extraordinariamente elevado, pues en el ínterin puede contagiarse mucha gente. En una grave pandemia, el coste en vidas humanas y daños sanitarios que conlleva esperar un tiempo considerable a que los diputados efectúen dicha evaluación puede ser excesivo. Seguramente por esa y otras razones, tanto los constituyentes como los artífices de la LOEAES estimaron que el estado de emergencia más adecuado para luchar contra una grave epidemia era el de alarma.
En cuarto lugar, la interpretación extensiva efectuada por la STC 148/2021 amplía el conjunto de situaciones en las que es posible u obligado declarar el estado de excepción, lo cual conlleva un grave riesgo. El Gobierno puede «aprovechar la ocasión» para solicitar y obtener del Congreso la autorización que le permita imponer restricciones de la libertad que en principio son lícitas en un estado de excepción, pero que en el caso concreto son excesivas y que no hubiera podido adoptar en un estado de alarma. Este riesgo resultará especialmente elevado si concurren circunstancias que dificultan, debilitan o minan la calidad del control previo ejercido por el Congreso, lo cual es probable que ocurra en una grave pandemia.
Finalmente, debe notarse que esa interpretación puede dejar inerme al Estado en la gestión de futuras crisis. Téngase en cuenta que el estado de excepción sólo puede durar un máximo de treinta días y ser prorrogado una única vez por otro plazo igual (arts. 116.3 CE y 15.3 LOEAES), a diferencia del estado de alarma, cuya duración y número de prórrogas no han sido limitadas específicamente por la CE o la LOEAES. Esta limitación y la interpretación efectuada por la STC 148/2021 implican que el Gobierno, para afrontar una crisis sanitaria grave, no podrá utilizar el estado de alarma ni el de excepción a fin de restringir derechos de manera generalizada, con una altísima intensidad y por una duración superior a sesenta días, aun cuando las restricciones sean adecuadas, necesarias y proporcionadas para proteger derechos o intereses constitucionales, como la vida de las personas.
Gestión centralizada de crisis sanitarias graves
La doctrina sentada por la STC 148/2021 también implica que, mientras el Tribunal Constitucional no la rectifique o no se reforme la Constitución, las crisis sanitarias para cuya resolución haga falta tomar medidas que restringen derechos «de manera generalizada y con una altísima intensidad» deberán ser gestionadas centralizadamente, de modo conjunto por el Gobierno de España y el Congreso de los Diputados, a través de un estado de excepción o, en su caso, de sitio.
El problema es que no parece que este modelo centralizado sea o tenga que ser necesariamente siempre el más adecuado para gestionar una crisis sanitaria grave en un estado descentralizado como el español, en el que las competencias sanitarias ordinarias, así como los conocimientos, experiencia y recursos asociados a ellas, están en manos de las Comunidades autónomas desde hace décadas. De hecho, el primer estado de alarma se gestionó con arreglo a ese modelo y los resultados estuvieron lejos de ser satisfactorios. Resulta difícilmente digerible que los poderes legislativo y ejecutivo tengan que afrontar la próxima gran crisis necesariamente de una manera que la experiencia ha puesto de manifiesto no es la más adecuada. La interpretación del Tribunal Constitucional les impone aquí un corsé del que nada bueno cabe esperar.
Conclusión
Vista desde una perspectiva pragmática e instrumental del Derecho, con arreglo a la cual las normas jurídicas y sus aplicaciones deben evaluarse en función de sus efectos prácticos, de la medida en que aquéllas satisfacen realmente ciertos intereses legítimos, ésta es una Sentencia preocupante.
Resulta preocupante que, en un caso tan extraordinariamente visible como el presente, el máximo intérprete de la Constitución española esté dispuesto a efectuar una interpretación de sus preceptos que incurre en notables inconsistencias –que por cuestiones de espacio no hemos abordado en este breve texto– y que viola prácticamente todos y cada uno de los criterios con arreglo a los cuales hay que interpretar las normas jurídicas, sin considerar o importarle el impacto negativo que estas violaciones pueden tener sobre su reputación y sobre la confianza depositada por los ciudadanos en el sistema jurídico.
Especialmente inquietante es que el Tribunal Constitucional interprete y aplique la norma suprema de nuestro ordenamiento jurídico sin examinar ni ponderar adecuadamente las consecuencias prácticas que se desprenden de las diferentes interpretaciones en disputa. Semejante falta de consideración propicia la adopción de decisiones que no logran efectivamente un justo equilibrio entre los derechos e intereses legítimos afectados, que generan más problemas prácticos de los que resuelven. Eso es precisamente lo que en nuestra opinión ha pasado en el caso aquí comentado.
* El presente texto constituye una síntesis de parte de un artículo pendiente de publicación titulado «Dogmatismo contra pragmatismo. Dos maneras de ver las restricciones de derechos fundamentales impuestas con ocasión de la COVID-19».