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Ley de sólo sí es sí y la era del consentimiento sexual

A estas alturas del debate social y político, señalar que el llamado “caso de la Manada” ha sido el catalizador de un cambio de paradigma sobre los delitos sexuales en nuestro Estado resulta completamente ocioso. Durante meses, hemos asistido, polémica tras polémica, debate tras debate, y trending topic a trending topic, a la tramitación de la llamada “Ley de sólo sí es sí”, que cristalizó en la Ley Orgánica 10/2022, de 6 de septiembre, de garantía integral de la libertad sexual. Además, la promulgación de dicha norma, y su entrada en vigor el día 8 de octubre del año pasado, produjo una sucesión de aplicaciones retroactivas de la norma (por serles favorable a muchos condenados por la anterior regulación) que provocó, en cascada, una nueva polémica y una propuesta de “contrarreforma” que, en el momento de redactar estas líneas, está iniciando su tramitación parlamentaria y amenaza con desfigurar gran parte de la arquitectura originaria de la norma.

Cada uno de esos hitos de la reforma y de la contrarreforma merecen un estudio individual, pero aquí me limitaré a comentar algunos aspectos que encuentro problemáticos del propio eje de la reforma: el concepto de consentimiento. Y ello porque, desde el inicio, el debate se centró en esa noción, en cómo se debía plasmar en el texto legal y de qué características iba a ser revestida jurídicamente, pero se trató, a mi juicio, de un debate que habría merecido una mayor complejidad, pues, más allá de eslóganes, de las ridiculizaciones del rival dialéctico y del enconamiento del debate, lo cierto es que “consentimiento”, siendo –sin duda- un concepto clave para los delitos sexuales (y, en particular, para el pensamiento feminista) también es una de sus mayores controversias.

En efecto, lejos de existir una postura unánime en el feminismo sobre el contenido y los modos de expresión del consentimiento sexual, hay divergencia de criterios, creándose (como tantas veces en el feminismo –o, mejor dicho, en los feminismos-) un rico y complejo abanico de opiniones, mucho más matizado y sutil que el dejado traslucir en la tramitación parlamentaria de la actual norma.

Así, como muy bien plasma Malón Marco es su magnífica monografía de 2020 sobre la doctrina del consentimiento afirmativo (el “sólo sí es sí”), mientras que el feminismo liberal cree que la violación es más un atentado contra la libertad que pura sexualidad, por lo que el consentimiento es tan central como en todos los aspectos relacionados con la libertad de la persona –contratar, aceptar un transfusión de sangre, etc.-, el feminismo radical considera que hay una “cultura de la violación” que es intrínseca a nuestra sociedad. Bajo esa perspectiva, el feminismo radical considera que el consentimiento es una noción atribulada, porque rara vez una mujer es auténticamente libre de consentir una relación heterosexual, hasta el punto de que “para una mujer es difícil distinguir entre una relación sexual y una violación” (MacKinnon, 1989). Libertad sexual, en el sentido de decidir el si y el cómo de una interacción sexual sería, por tanto, una noción puramente masculina.

Es cierto que esta visión es una posición minoritaria, pero, incluso sin necesidad de acudir a ese pensamiento feminista radical, no podemos soslayar que la noción de consentimiento está llena de problemas:

En primer lugar, es una noción individualista, en la que se concibe el consentimiento como un acto personalísimo, íntimo e interno, oscureciendo gran parte del contexto que rodea una relación sexual (Palmer, 2017), contexto que, como diré inmediatamente, es precisamente lo que nutre de significado al consentimiento (y a lo que el nuevo artículo 178 del Código Penal exige que atendamos).

En segundo lugar, la idea de consentimiento presupone algo lesivo: sólo se aplica “consentir” a algo que nos puede hacer daño. Probablemente, antes de leer esto, querido lector / querida lectora, haya consentido dejar su rastro cibernético en esta página, pero resultaría ciertamente extraño decir que está consintiendo leer este artículo (o que yo he consentido escribirlo). Late en la mera noción de consentimiento una reticencia, por así decirlo, al acto sexual. Como se pregunta, provocadoramente, Malón Marco, “¿se asemeja más el acto sexual a comerse un trozo de pan o a golpear a alguien?” (Malón, 2020). Para muchas personas, parece que lo segundo. Y esto es puesto de manifiesto por feministas radicales como MacKinnon, quien señala que “el consentimiento es un estándar patético para el sexo igualitario entre personas libres. Cuando una conexión sexual es mutua, íntima, deseada y equitativa nadie consiente” (MacKinnon, 2016).

Por último, parece que la variable y amorfa naturaleza de la sexualidad no permite un concepto “endemoniadamente maleable” (Chamallas, 1988) como el de consentimiento, paraguas bajo el que se puede incluir desde aceptar pasivamente el deseo del otro hasta estimularlo activamente. Un concepto, por tanto, en el que tienen cabida situaciones difícilmente reductibles a una única noción (y, por tanto, a una única definición legal y a un único estándar de prueba procesal).

Si a lo anterior le añadimos el habitual símil con la idea de contrato, la situación empeora dramáticamente: consentir, sería, desde esta óptica, una relación sinalagmática entre dos voluntades plenamente autónomas. Pero, como señala Illouz, “la imposibilidad de contractualizar apropiadamente las emociones explica por qué el contrato sexual-emocional está inherentemente cargado de aporías e incertidumbres. En la relación pura es posible desentenderse de un vínculo a voluntad, incluso en contraste con los contratos económicos o jurídicos, que son vinculantes porque su quebrantamiento suele acarrear penalidades. Esos contratos se basan en la premisa y la promesa implícitas de cumplimiento, pero no ocurre lo mismo con los contratos sexuales. La libertad de abordar y abandonar las relaciones a voluntad crea condiciones de incertidumbre, que a su vez explican por qué la gente se desentiende pronto de las relaciones. En definitiva, la metáfora del contrato es inadecuada para reflejar la forma que adoptan las relaciones en un mercado sexual libre e indefinido, desprovisto de regulaciones, limitaciones o penalidades” (Ilouz, 2020).

Es decir, si la idea central es que somos entes perfectamente libres y autosuficientes en nuestra toma de decisiones sexuales (que serían siempre estrictamente íntimas y personales) entraríamos en conflicto con la propia idea de contrato, por la sencilla razón de que aquella libérrima toma de decisiones convertiría en papel mojado cualquier pacto. Por expresarlo en términos de Derecho Civil, si aceptamos que hay una especie de contrato sexual, ¿por qué no aceptamos la obligación de cumplir el contrato por ambas partes? ¿por qué no aplicamos la máxima de que los contratos no pueden quedar librados a la interpretación y voluntad de sólo una de las partes? Y la respuesta a esta y a otras aporías es, sencillamente, que la metáfora del contrato refleja pésimamente la realidad de las interacciones sexuales. Como insiste de nuevo Illouz, “la categoría del consentimiento carece de solidez suficiente en lo que concierne a las emociones, ya que los actores no son capaces de someter sus emociones a un contrato. La ética del consentimiento enfatiza –e, incluso, demanda- una atención a la voluntad propia, pero pasa por alto las maneras en que, bajo ciertas condiciones, la voluntad puede ser (o puede volverse) volátil, confusa, sujeta a presiones o internamente contradictoria” (Illouz, 2020).

Recapitulando: el caso de la Manada ha sido el catalizador de una tentativa de cambiar el prisma desde el que se entiende el consentimiento sexual, bajo el lema “sólo sí es sí”. En cambio, parte del pensamiento feminista niega incluso esa posibilidad. Así, por ejemplo, Schulhofer sostiene que “en situaciones dominadas por disparidades de poder, decir sí no significa que yo haya adoptado libremente una elección sexual” (Schulhofer, 2017). Es decir, la situación de subordinación de las mujeres en la sociedad heteropatriarcal limitaría las posibilidades reales de que una mujer tome una decisión libre sobre su propio ejercicio de la sexualidad. Desde esta óptica, sólo debe ser legal el sexo que cumpla con los estándares de mutualidad, responsabilidad afectiva y deseo que hacen una relación sexual algo positivo.

Parece claro que esta enmienda a la totalidad –por así decirlo- al concepto de consentimiento es difícil de sostener jurídicamente, pues, desde la perspectiva del feminismo radical, una “violación se produce siempre que se da una relación sexual que no ha sido iniciada por la mujer a partir de un deseo y afectos genuinos” (Morgan, 1980), lo que supondría que la ley entrase de lleno en el pantanoso mundo del deseo y lo subjetivo. Así lo hace, por ejemplo, Herring, quien propone como parámetros para analizar dicha noción desde el punto de vista legal los siguientes: “más que preguntar “¿hubo un sí?” “¿hubo una comprensión intelectual del asunto?”, habría que preguntar “¿hubo una interacción marcada por la mutualidad y el respeto?” “¿fue algo tierno o explotador?” “¿A de verdad buscaba encontrar y respetar lo que B quería o buscaba que B le diese la respuesta que él buscaba?” (Herring, 2014).

Creo que cualquier persona, con independencia de que pueda compartir el espíritu de esas definiciones (salvaguardar a las mujeres de sentirse como meros objetos de consumo sexual), es consciente de que el Derecho no puede confundir el sexo consentido con el sexo deseado (o sí puede, pero a un altísimo coste). Por ello, incluso una conspicua feminista radical como MacKinnon terminó por señalar que la definición de violencia sexual debía hacer hincapié en evitar la desigualdad, es decir, castigar cuando haya habido “amenaza, violencia, engaño, coerción, secuestro, abuso de poder, de confianza, de una posición de dependencia o de vulnerabilidad” (MacKinnon, 2016).

Esto último es, precisamente, lo que ha terminado por hacer la Ley de sólo sí es sí, que ha dejado el art. 178.2 con la siguiente dicción: “se consideran en todo caso agresión sexual los actos de contenido sexual que se realicen empleando violencia, intimidación o abuso de una situación de superioridad o de vulnerabilidad de la víctima, así como los que se ejecuten sobre personas que se hallen privadas de sentido o de cuya situación mental se abusare y los que se realicen cuando la víctima tenga anulada por cualquier causa su voluntad”.

En mi opinión, que el Código Penal haya recogido como modalidades de agresión sexual esas conductas es perfectamente compartible, pues todas ellas, interpretadas en un sentido fuerte (porque las modalidades de abuso de una situación de vulnerabilidad o de una situación mental permiten una rechazable interpretación extensiva), constituyen causa más que suficiente para entender que el consentimiento no existe.

Pero un segundo problema surge cuando examinamos la definición que, en el apartado anterior, se da del propio consentimiento. Y ello, ciertamente, porque una cosa es rechazar que el consentimiento sea el eje de los delitos sexuales (por las razones apuntadas por el feminismo radical), otra distinta es que sí sea el eje, y se explicite qué causas lo anulan, y un paso más controvertido es delimitar qué se entenderá por consentimiento a efectos legales.

En este sentido, el art. 178.1 señala que “sólo se entenderá que hay consentimiento cuando se haya manifestado libremente mediante actos que, en atención a las circunstancias del caso, expresen de manera clara la voluntad de la persona”.

El problema no es que la definición sea incorrecta, sino que, al plasmarla en el texto legal, se convierte en un elemento clave, sobre el que va a bascular gran parte del proceso penal (o todo el proceso penal, si no concurre ninguna de las circunstancias del art. 178.2). Es decir, si se alega que ha habido una relación sexual mediada por la violencia o una privación de sentido, serán estos elementos los que centren la prueba, pero si se alega “sólo” la falta de consentimiento (que no ha habido ese “sí” del lema de la Ley), el art. 178.1 nos aboca a una serie de preguntas, tan incómodas como contradictorias con el propio espíritu de la norma (que era no someter a las mujeres a un escrutinio sobre sus acciones).

Y es que, en primer lugar, ¿qué actos expresan de manera clara la voluntad de una persona de involucrarse en un acto sexual? ¿el mero hecho de decir “sí”? Ciertamente no, porque podría suceder que ese “sí” prestado condujese a una relación sexual internamente no consentida (si la mujer se encuentra después incómoda, pero se siente bloqueada para expresar su negativa). ¿Que la mujer corresponda a un avance sexual o, incluso, que tome ella la iniciativa? ¿la compromete todo ello a continuar salvo expreso “no” en contrario?

Por otra parte, la definición –correctamente- incide en atender a “las circunstancias del caso”, porque es ese contexto el que nos resulta más rico y expresivo para evaluar la presencia o no del consentimiento. Pero… ¿cuánto contexto necesitamos para entender una relación sexual? ¿podemos poner el foco en las actitudes mostradas por la víctima antes y después de los hechos? Parece que no, tras la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos J. L. c. Italia (2021). Pero decir que sólo con los actos llevados a cabo por el acusado es posible comprender los hechos parece muy arriesgado. De hecho, aunque la propia Ley reforma el art. 709 de la Ley de enjuiciamiento criminal para evitar preguntas innecesarias sobre la intimidad de la víctima, la prohibición sólo alcanza a aquellas “que no tengan relevancia para el hecho delictivo enjuiciado, salvo que, excepcionalmente y teniendo en cuenta las circunstancias particulares del caso, el Presidente considere que sean pertinentes y necesarias”. A contrario, hay ocasiones en las que aspectos del comportamiento de la víctima son de total relevancia para el enjuiciamiento de los hechos. Y cómo se interprete ese comportamiento, y el resto de circunstancias concomitantes, está, lógicamente, condicionado por las concepciones que todos, incluido los juzgadores, tenemos sobre la sexualidad y su expresión.

En suma, si la idea de la definición es que quien alegue el consentimiento como defensa frente a una acusación de agresión sexual tenga que indicar cuáles fueron esos actos que, en las circunstancias del caso, manifestaban de manera clara la voluntad de la otra persona, la definición está bien planteada, pero no resuelve los muchos problemas que la equivocidad y complejidad de las conductas sexuales plantean a la hora de determinar, más allá de toda duda razonable, si hubo o no consentimiento.

Concluyo: como indicaba al comienzo, el eslogan “sólo sí es sí” y el pobre debate mediático –y político- sobre una cuestión tan compleja, ha oscurecido los muchos matices y problemáticas que el tema del consentimiento plantea. En primer lugar, que voces dentro del propio feminismo son críticas con la noción de consentimiento, por ser excesivamente individualista y obviar las condiciones de sometimiento que, en la sociedad heteropatriarcal, sufren las mujeres. En segundo lugar, porque ninguna definición es capaz de dirimir nítidamente qué condiciones, qué actos y qué contextos son inequívocamente expresivos del consentimiento.

Como señala Malón Marco, “no se puede combatir un fenómeno social amplio y complejo con un cambio minúsculo y seguramente inviable en la forma en que las personas deben expresar, comunicar e interpretar su voluntad” (Malón, 2020). Y esto me parece crucial: más allá del (por lo demás efímero) triunfo que sus propulsoras políticas obtuvieron con la promulgación de la norma, decir que ahora el consentimiento (un consentimiento claro, inequívoco y perfectamente delimitado) impera en la regulación de las agresiones sexuales es, sencillamente, sobrevalorar el poder de una definición cuyo mérito es, más bien, explicitar que algún indicio de consentimiento tiene que haber. Pero su auténtica definición: qué entra y que no dentro de su concepto (y, por consiguiente, qué es y qué no es el sexo no consentido) queda librado, una vez más, a las muy distintas sensibilidades de género –pues hombres y mujeres tienen notables diferencias a la hora de evaluar la presencia o no de consentimiento- y, en última instancia a los juzgadores y juzgadoras.

Por ello, la perspectiva de futuro de la reforma, a mi juicio, va a ser que poco va a cambiar de la praxis jurisprudencial. Y no porque la Administración de Justicia sea patriarcal, ni siquiera porque la Ley esté mal planteada; sino por lo huidizo del propio concepto de consentimiento sexual y por las inestabilidades que tienen los comportamientos en el ámbito sexual. Conceptos estables requieren prácticas estables y nuestros lenguajes del deseo y de la atribución del deseo a los demás son muy distintos. La lucha, por tanto, por una vida libre de violencias sexuales, aunque, desde luego, no es ajena al Derecho Penal, tendrá sus mayores logros en el ámbito educativo y cultural que en el de una Ley y sus definiciones.

Referencias

Chamallas, M., “Consent, equality, and the legal control of sexual conduct”, en Southern California Law Review, 61 (4), 1988, pp. 777 y ss.

Herring, J., “Consent in the Criminal Law”, en Reed, A. / Bohlander, M., General defences in Criminal Law, Routledge, Abingdon, 2014, pp. 63 y ss.

Illouz, E., El fin del amor: una sociología de las relaciones negativas, Katz, Buenos Aires-Madrid, 2020.

MacKinnon, C., Toward a feminist theory of the state, Harvard University Press, Cambridge, 1989.

MacKinnon, C., “Rape redefined”, en Harvard Law and Policy review, 10, 2006, p. 431 y ss.

Malón Marco, A., La doctrina del consentimiento afirmativo, Thomson-Reuters Aranzadi, Cizur Menor, 2020.

Palmer, T., “Distinguishing sex from sexual violation: consent, negotiation and freedom to negotiate”, en Reed, A. / Bohlander, M., Conset: domestic and comparative perspectives, Routledge, Abingdon, 2017, pp. 9 y ss.

Schulhofer, S. J., “Consent: what it means and why it’s time to require it”, en University of the Pacific Law Review, 47, pp. 665 y ss.

José Antonio Ramos Vázquez
José Antonio Ramos Vázquez

Profesor Titular de Derecho Penal

Es profesor titular de Derecho penal de la Universidad de A Coruña (España). Doctor en Derecho por dicha universidad con la máxima calificación de Sobresaliente cum laude y Premio Extraordinario de Doctorado, a lo largo de su trayectoria académica, ha publicado 3 libros en autoría directa, 4 como editor, 41 capítulos de libros colectivos y 34 artículos científicos en revistas nacionales e internacionales. En la actualidad, pertenece a los grupos de investigación ECRIM (Criminología, Psicología jurídica y Justicia penal en el siglo XXI); NEXO (Criminología, evidencias empíricas y política criminal) y N2 (Derecho penal y comportamiento humano), así como al Grupo de Estudios de Política Criminal.

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