Cita recomendada: Batlle, A., Güerri, C., y Martí, M. (2020). ¿Para quién son las prisiones? Sobre por qué los presos del «procés» ya están saliendo de prisión. PostC: La PosRevista sobre Crimen, Ciencia y Sociedad de la era PosCovid19, (1).
Desde que se conoció la sentencia del “procés”, numerosas noticias han copado los medios de comunicación en relación con la concesión de permisos de salida y el tercer grado penitenciario a los presos y presas del “procés”. En este sentido, algunas voces han defendido que, “con la ley en la mano”, es perfectamente justificable que disfruten regularmente de permisos y estén ya en régimen abierto (COPE, 2019, 26 de noviembre). De hecho, la Administración penitenciaria catalana les concedió los primeros permisos penitenciarios al poco tiempo de cumplir el requisito legal del ¼ de condena (El País, 2020, 15 de enero) y a muchos de ellos ya se les ha concedido el tercer grado (suspendido actualmente por recursos de la Fiscalía) o, como mínimo, modalidades flexibles de régimen ordinario que les permiten salir unos días a la semana de prisión para realizar actividades en el exterior a pesar de seguir en segundo grado (El País, 2020, 5 de marzo; Ara, 2020, 19 de agosto).
No obstante, al mismo tiempo, otras voces denuncian que están saliendo al exterior demasiado rápido y que esto se debe a un trato de favor por parte de la Generalitat (ABC, 2020, 4 de febrero; 2020, 3 de junio), algo que también se había afirmado antes con Oriol Pujol (Solé, 2019, 23 de mayo; 2019, 4 de julio). De hecho, la investigación criminológica muestra que solo un 25,3% de las personas presas en cárceles catalanas que han cumplido entre ¼ y la mitad de la condena ha disfrutado de un permiso (Rovira, Larrauri y Alarcón, 2018) y que hasta dos tercios de las personas presas en Cataluña finalizan la condena sin haber sido clasificadas en tercer grado o haber accedido a la libertad condicional (Ibáñez y Cid, 2016).
¿Existe, pues, un trato de favor por parte de la Administración penitenciaria catalana a ciertas personas presas o es la ley la que permite que haya quien disfrute de salidas antes de lo que suele ser habitual?
Para comprender las decisiones de clasificación de grado relativas a los presos y presas del “procés”, es necesario entender primero cómo se configura el sistema penitenciario español. La legislación penitenciaria atribuye a la pena de prisión las finalidades primordiales de la reeducación y reinserción social (artículo 1 de la Ley Orgánica General Penitenciaria), las cuales se enmarcan en las ideologías que conciben el tratamiento penitenciario como elemento resocializador. Estas ideologías parten de la premisa que si las personas delinquen es porque el proceso de socialización ha fallado y, en consecuencia, el sistema las tiene que corregir (Zaffaroni, 1997).
Para lograr los objetivos de reeducación y reinserción, el sistema penitenciario se estructura con base en la idea de la progresión de la pena (artículo 75 de la Ley Orgánica General Penitenciaria) y prevé tres grados de tratamiento, que se corresponden con regímenes de vida diferentes: el primer grado, que tiene carácter excepcional, corresponde al régimen cerrado (el aislamiento), en el que las personas presas pasan alrededor de 21 horas encerradas en solitario en una celda; el segundo grado se corresponde con el régimen ordinario (el que se entiende como el “régimen normal”), y permite a las personas presas estar la mayor parte del día fuera de sus celdas, generalmente con la opción de realizar alguna actividad dentro de prisión; y finalmente, el tercer grado, que equivale al régimen abierto (la semilibertad) (artículo 74 del Reglamento Penitenciario). El tercer grado y el régimen abierto permiten que las personas presas salgan de prisión durante el día para desarrollar actividades ocupacionales, de tratamiento o de cura de familiares dependientes, y se consideran figuras clave en el proceso de reinserción porque posibilitan un contacto directo y frecuente con el exterior y reducen los efectos nocivos del encarcelamiento (Asúa, 1989; Cervelló, 2005; García, 1982; Mapelli, 1979).
Este sistema de clasificación en grados no es rígido y permite que una persona sea clasificada directamente en tercer grado desde el inicio, sin necesidad de haber cumplido un tiempo mínimo de condena (Larrauri, 2018). Esta flexibilidad también queda explicitada en el famoso artículo 100.2 del Reglamento Penitenciario, que posibilita que personas clasificadas en segundo grado salgan periódicamente de la prisión para realizar actividades que se consideran beneficiosas para su programa de tratamiento. Adicionalmente, la Administración también puede conceder permisos de salida de hasta 48 horas a las personas clasificadas en segundo grado de tratamiento penitenciario (artículo 161 del Reglamento Penitenciario).
En definitiva, observamos que la legislación penitenciaria ofrece muchas posibilidades a la Administración para que los presos inicien la transición a la vida en libertad. Por ello, resulta necesario conocer qué pautas da la normativa para decidir la concesión de permisos o la clasificación de las personas en los distintos grados de tratamiento.
En el caso del tercer grado (el régimen abierto), la legislación establece que la persona presa debe estar capacitada “para llevar a cabo un régimen de vida en semilibertad” (artículo 102.4 del Reglamento Penitenciario), circunstancia que se tiene que valorar a partir de variables relacionadas con “la personalidad y el historial individual, familiar, social y delictivo del interno, la duración de las penas, el medio social al que retorne el recluso y los recursos, facilidades y dificultades existentes en cada caso y momento” (artículo 102.2 del Reglamento Penitenciario).
Las variables que conforman el marco legal anterior son muy amplias, por lo que las Administraciones penitenciarias han intentado concretar más los criterios que deben emplear las Juntas de Tratamiento para valorar esta “capacidad para llevar a cabo un régimen de vida en semilibertad” mediante instrucciones y circulares. Aún así, algunos autores defienden que los criterios de clasificación en tercer grado siguen presentando “la vaguedad característica de la legislación penitenciaria”, lo cual permite una “amplísima discrecionalidad” a las Juntas de Tratamiento y la Administración penitenciaria (Martí y Larrauri, en prensa).
De este modo, al ofrecer tantas posibilidades de clasificación y con criterios tan amplios, el sistema penitenciario otorga, en efecto, un gran poder a la Administración. Por este motivo, cabe preguntarse ¿en qué medida los permisos y regímenes de vida otorgados a los presos y presas del “procés” responden a los criterios establecidos por la ley? ¿Ha actuado la Administración catalana de forma excepcional en estos casos?
Para responder a estas preguntas, es necesario conocer qué criterios emplean habitualmente las Administraciones penitenciarias para otorgar los permisos de salida y el régimen abierto en la práctica. De acuerdo con la investigación criminológica, se acostumbran a valorar positivamente aspectos como la participación en programas de tratamiento, no tener adicciones, asumir la responsabilidad del delito, no tener causas pendientes, no ser reincidente o no serlo por delitos graves, tener un domicilio, tener vínculos familiares, cumplir con el pago de la responsabilidad civil y, especialmente en el caso del tercer grado, tener la posibilidad de tener un contrato laboral (sobre la concesión de permisos penitenciarios, véase Larrauri, 2019 y Neira, 2015; sobre el acceso al tercer grado, véase CEJFE, 2014; Cid y Tébar, 2013; Cutiño, 2015; Ibàñez, 2019; Ibàñez y Cid, 2016, Martí y Larrauri, en prensa; y Pedrosa, 2019).
Dos investigaciones recientes en Cataluña nos sirven para ilustrar esta cuestión. Aina Ibàñez (2019) constata que existen tres elementos que dificultan que una persona presa pueda obtener salidas, permisos o progresiones a tercer grado: tener nacionalidad extranjera, tener sanciones disciplinarias y no satisfacer la responsabilidad civil asociada al delito. Asimismo, Albert Pedrosa (2019) concluye que las personas más expuestas a los efectos negativos de la pena (por ejemplo, aquellas que han sido victimizadas y coercionadas en prisión), las que cuentan con menos apoyo social y las que presentan una trayectoria de desventaja (esto es, personas reincidentes, con un historial de consumo y trayectorias de inestabilidad o precariedad laboral) son las que el sistema acostumbra a “dejar atrás”, es decir, las que no llegan a progresar a regímenes de semilibertad. En definitiva, lo que parece esperar el sistema es que la persona presente garantías de llevar a cabo una vida productiva, lo más convencional posible, y alejada del delito.
En los criterios para otorgar el tercer grado que hemos mencionado, se puede observar que, además de aspectos de tipo penal y penitenciario, los elementos relativos al ámbito socioeconómico son determinantes. Esto se explica por la concepción que tiene tradicionalmente el sistema penal de la delincuencia: esta se vincula básicamente a la pobreza y la marginalidad, y por eso los déficits principales que se tienen que corregir para conseguir la reinserción son de cariz socioeconómico (tener domicilio, vínculos familiares prosociales, un contrato laboral…) (Roldán, 1988). En consecuencia, aquellas personas que provienen de entornos marginales, con historiales laborales intermitentes o fuera del mercado laboral convencional, y con entornos familiares considerados desestructurados tienen más dificultades para acceder a las diferentes formas de progresión que no aquellas que presentan trayectorias de vida más “normalizadas”, para quienes la prisión no ha sido concebida (Cutiño, 2015).
El hecho de que recientemente entren a prisión algunas personas que no cumplen el perfil de delincuente tradicional -pues llevan vidas convencionales y tienen capacidad de llevar una vida productiva- pone al sistema en entredicho. Ciertamente, es difícil argumentar que estas personas no “están capacitadas para vivir en semilibertad” más allá de la necesidad de participar en programas de tratamiento que los tienen que “reeducar”, y comporta que los órganos decisorios recurran a argumentos para mantenerlas en segundo grado que son, como mínimo, cuestionables.
Un claro ejemplo de ello es el comunicado en el que la Secretaría de Medidas Penales de Reinserción y Atención a la Víctima justifica su decisión en lo referente a la clasificación inicial de los presos del “procés”, donde se reconoce que muestran un “proceso de inserción social favorable” pero se deniega el tercer grado “teniendo en cuenta la duración de las penas entre 9 y 13 años” (Departament de Justícia, 2020, 9 de enero), a pesar de que, como hemos explicado previamente, la ley permite la clasificación en tercer grado de estos casos en cualquier momento de la condena.
Esta problemática no solo se presenta con los presos y presas del “procés”. En el caso de Jaume Matas, el Juez de Vigilancia Penitenciaria que debía valorar la concesión del tercer grado tras el recurso de la Fiscalía reconocía que «es un hecho indudable tanto al tiempo actual, como al de la comisión del delito, que Jaume Matas es un sujeto socialmente insertado” pero le denegaba la progresión al régimen abierto – además de por considerar que no quedaba demostrada su reeducación («no hay prueba alguna de la existencia del arrepentimiento, asunción del hecho, conciencia del daño causado y del descrédito causado a la Institución Pública”) – porque juzgaba que el tercer grado podía ser visto por la ciudadanía como una forma de escapar al cumplimiento de la pena y, en consecuencia, mermar “la confianza de los ciudadanos en la validez del propio Estado de Derecho” (Brunet, 2014, 17 de noviembre). Es decir, el juez se aferraba a otros fines de la pena distintos de la reeducación y la reinserción (prevención general, en este caso) para retener a Jaume Matas en prisión porque no podía negar que los primeros ya hubieran sido alcanzados.
Un último ejemplo es el argumento utilizado por la Fiscalía para oponerse a la concesión del tercer grado a los presos del “procés”, que consiste en defender la necesidad de que realizaran un programa de tratamiento acorde con el delito de sedición que cometieron – programa que, evidentemente, es inexistente en el sistema actual. Esta situación es similar a la vivida por Oriol Pujol, a quien la Jueza de Vigilancia Penitenciaria denegó la concesión del artículo 100.2 del Reglamento Penitenciario hasta que hubo completado el programa de tratamiento de “Moral y Valores” (Solé, 2019, 4 de julio). Sin embargo, en el caso de los presos del “procés”, la Jueza de Vigilancia Penitenciaria considera que es suficiente con los programas que ya han realizado los condenados y que pretender que reconozcan que han cometido un delito de sedición significaría que deben “dejar de expresar libremente sus pensamientos ideológicos al defender la independencia de Catalunya», lo cual constituye una ideología «legítima» dentro de nuestro ordenamiento jurídico. En este sentido, la jueza ha criticado duramente la posición de la Fiscalía, a quien acusa de de tratar de conseguir en la fase de vigilancia penitenciaria “aquello que no obtuvo en la sentencia, es decir, que los penados no pudieran acogerse a beneficios y reducciones de condena” (elDiario.es, 2020, 19 de agosto).
En definitiva, dado que personas como los presos y presas del “procés”, Jaume Matas u Oriol Pujol ya están “preparados para vivir en semilibertad” según la concepción del delito y del “buen ciudadano” que tiene el sistema penal español, la Administración penitenciaria y los órganos judiciales recurren a argumentos de retribución (como la duración de la condena) o de prevención general (la alerta de la sociedad), o exigen que se certifiquen tratamientos para evitar que su salida de prisión en regímenes de semilibertad sea prácticamente inmediata.
Esta circunstancia muestra que, efectivamente, y “con la ley en la mano”, personas como Oriol Junqueras, Jordi Cuixart o Carme Forcadell empiezan la esperada progresión de la pena desde un punto de partida diferente al de la mayoría de presos y presas comunes. No obstante, su privilegio no es político, como argumentan algunos, sino socioeconómico, pues son sus privilegiadas circunstancias las que permiten que cumplan el requisito de ser personas socialmente insertadas desde el preciso momento en que ponen un pie en prisión. Este es, de hecho, el mismo privilegio del que han gozado otros célebres condenados como los del caso de las “tarjetas black”, la mayor parte de los cuales accedieron al tercer grado poco tiempo después de iniciar el cumplimiento de su condena (EuropaPress, 2019, 6 de agosto).
Sin embargo, que su privilegio no sea político no implica que nuestra preocupación sobre esta situación deba ser menor. Al fin y al cabo, estos casos evidencian, una vez más, la existencia de un sistema y una ley injustas, que discriminan en función de la posición socioeconómica y perjudican sistemáticamente a colectivos que, como las personas migradas o aquellas con pocos recursos económicos, tienen menos oportunidades para llevar a cabo lo que se considera una “vida convencional”.
Referencias
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