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Invierno 2021

Pensar el castigo

A día de hoy tenemos más policías y más personas presas que hace cincuenta años, y un código penal más duro que el existente cuando Franco murió. No obstante, la delincuencia lleva tres décadas sin aumentar, desde finales de los 80, mientras que la mayoría del endurecimiento del sistema penal ha sido posterior a su estabilización. No parece, entonces, que el desarrollo de la política criminal se explique como una respuesta a la delincuencia, o al menos, no sólo eso. Esta situación es más interesante si se tiene en cuenta que España tiene uno de los niveles más bajos de delincuencia de toda Europa y que, sin embargo, es de los países que tiene más efectivos en las fuerzas del orden y más personas en la cárcel. También es de los países europeos con más precariedad laboral y con menor protección social.

La naturalización de lo social

Ante esta situación, aquí se busca ir más allá de las explicaciones de sentido común, aquellas que nos vienen a la cabeza antes de pensar y que, de hecho, consiguen que no reflexionemos muchas cosas. Hay muchos aspectos básicos sobre qué es la delincuencia, qué hacemos con los delincuentes o en qué profesionales confiamos que ni nos solemos plantear ni suelen ser objeto de debate público, a pesar de ser un aspecto esencial de la legitimidad de los gobiernos y de la justificación de la existencia del Estado.

Por ejemplo, ¿qué es un delito? Habitualmente es aquello con lo que definimos lo que está mal, pero, ¿cómo definimos lo que está bien y lo que está mal socialmente? ¿Quién lo define? ¿Quiénes? Confiamos, en general, en que el Derecho penal defiende los intereses de la sociedad, pero, ¿robar un coche es una amenaza para la sociedad pero especular con la vivienda no? ¿Descargarse una película es tan grave como para conllevar años de cárcel? Puede ser útil ir algo más allá: ¿de qué grupos hablamos cuando decimos “sociedad”? No todos los grupos tienen las mismas posibilidades de influir en lo que se define legalmente como delito, ni de que sus actividades sean mal vistas, o vistas como normales. No todos los grupos tienen el mismo acceso a los cauces por los que se defienden sus intereses con todo el peso de la ley.

¿Qué hacemos con respecto a los delincuentes? Nosotros casi nada; de eso se encarga la policía y, de hecho, casi todo lo que hacemos se resume en llamarla para denunciar algo que hemos visto. A partir de ahí se asume que, si el delincuente ha hecho algo grave, lo mandarán a la cárcel. Por cierto, ¿es un delincuente todo aquel que ha delinquido alguna vez? Además de delinquir, ¿hace falta parecer un delincuente? Con la cantidad de prohibiciones existentes, es virtualmente imposible vivir sin infringir normas. Muchos, incluso, seguramente hayamos cometido delitos que no han sido detectados por el sistema penal, y no nos consideramos delincuentes. ¿Por qué a otros sí? ¿Cambia la forma en la que vemos a nuestro vecino si un día lo detiene la policía? ¿Pesa más en nuestra imagen de esa persona verlo durante 10 segundos salir de su casa escoltado por policías que lo que sabemos de él personalmente tras años de convivencia?

La mayoría de la población no sabe qué se hace exactamente con los delincuentes, pero que haya alguien que se encarga de ello suele ser suficiente para que deje de ser una preocupación. La imagen más asociada al castigo es la de la cárcel. Hay pocas cosas más fáciles que contestar en una encuesta, ya que es dar tu opinión a un desconocido y no hay respuestas correctas o incorrectas. A pesar de ello, el 54% de los encuestados no fueron capaces de dar una opinión cuando se les preguntó por la cárcel (Thomé y Torrente, 2003: 88). Este desconocimiento generalizado sobre la cárcel forma parte de la política penitenciaria, y es una parte importante de la cárcel como institución.

Con respecto a la dureza de las penas que tenemos, de lo poco que se oye es que los delincuentes entran por una puerta y salen por otra. Sin embargo, las penas de prisión en España tienden a ser el doble de largas que las existentes en Europa. Cuando se le pregunta a la gente en encuestas tienden a responder que las penas existentes son muy blandas. No obstante, cuando se les da la opción de escogerlas, suelen optar por unas penas que son más suaves que las vigentes. Es decir, las penas actuales les parecen blandas probablemente porque las desconocen. ¿Hasta qué punto es legítimo en una democracia un sistema de castigos del que la ciudadanía apenas sabe nada?

Sabemos que tenemos cárceles humanitarias porque somos europeos, y porque las cárceles que enseñan en la televisión, generalmente de otros países más pobres, son deplorables, y así se presentan. ¿Salen nuestras cárceles en la televisión con la misma asiduidad, con el mismo tono, con el mismo detalle? A veces, tras haber visto alguna película, algún programa de televisión o leído algún libro con testimonios del extranjero, se oyen comentarios escandalizados sobre que hay países en los que se encierra a algunas personas durante años en una celda sin nada y sólo se les deja salir un par de horas al día. Esta indignación convive con el hecho de que en España existe el régimen FIES (que puede llegar a ser lo mismo: un régimen de aislamiento sin tratamiento y apenas contacto humano), que se sigue votando a los partidos políticos que lo implantaron (y que, sólo posteriormente, lo legalizaron) y que, de hecho, no es algo muy conocido.

Las cárceles, aquí y allí, ahora y antes, se llenan con pobres, pero, por lo que se sabe, los pobres no delinquen más que los ricos. Suelen ser delitos distintos, acordes con la posición de cada uno y a lo que tienen acceso. El daño social que generan unos y otros tampoco es el mismo, así como la persecución y la condena. ¿Hay alguna relación, entonces, entre el hecho de que los trabajos de unos estén mal pagados y que terminen penados?

Vivimos en una sociedad en la que el trabajo asalariado sigue siendo de vital importancia. ¿Por qué unos trabajos valen más que otros? ¿Quién decide los salarios? ¿De verdad es por lo que contribuyen al bien social? ¿Si quiera por la productividad de su labor? Teniendo en cuenta las consecuencias que tiene tener un salario u otro (por ejemplo, acceso a bienes tan básicos como la comida, la vivienda, la educación o el descanso), y que éstos los deciden los empresarios, ¿está bien que esa responsabilidad recaiga en gente que fundamentalmente busca su beneficio individual, generalmente a corto plazo? ¿Que el dueño de una constructora gane más dinero que un agricultor está bien? Habiendo gente que tiene dificultades para comer bien y cientos de miles de viviendas ya construidas y vacías, ¿a qué contribuye el trabajo del constructor? ¿A quién beneficia? ¿Por qué tendrían que ser un modelo a seguir? ¿Seguro que todo el mundo vale para barrendero o camarero pero no todos podemos gestionar una cadena de tiendas, con su encargado en cada establecimiento?

 

 

No todo depende de los empresarios, ya que tenemos un Estado social recogido en la Constitución que desarrolla políticas sociales. No obstante, es habitual oír hablar de gente que depende económicamente del Estado, aun cuando se trata de un derecho reconocido. De hecho, esta supuesta dependencia se suele usar como argumento para reducir las ayudas sociales, o para condicionarlas a que los receptores hagan algo a cambio, o a que por lo menos demuestren que las necesitan de verdad. Pero, ¿qué significa ser dependiente del Estado? Las grandes constructoras, las empresas armamentísticas o buena parte de quienes hacen negocio con la salud  (que reciben hospitales construidos con dinero público y pacientes derivados de la Seguridad Social) no entran dentro del grupo en el que pensamos cuando se discute de los dependientes del Estado. ¿Por qué poner medios para que la gente pueda ejercitar un derecho reconocido se dice que genera dependencia, pero quienes viven del Estado como principal y casi único cliente, con el fin de enriquecerse, no?

Casi cualquiera que haya trabajado asalariadamente ha conseguido algún trabajo a través de algún amigo, o le han avisado de una vacante. Casi cualquiera que haya tenido que contratar a alguien lo primero que hace es preguntar a su entorno si conocen a alguien válido para el puesto. No obstante, cuando se pasa de las experiencias personales a cuestionar la meritocracia como sistema, esa mitología que da razones justas para la desigualdad más obscena se convierte en algo difícil de poner en duda. La tendencia es a defender la meritocracia (incluso entre aquellos que señalan que el problema es la desigualdad de oportunidades), y a asumir que si te lo trabajas, obtienes la justa recompensa (“al final”). Mucha gente trabaja 50 horas a la semana y apenas llega a fin de mes y lo defiende. Que se defienda y apoye la meritocracia individual cuando la herencia es legal es algo que hace falta pensar.

Este discurso, y creencia, se mantiene en un juego en el que ni el dinero de salida es el mismo para todos los jugadores, ni todas las propiedades comienzan sin dueño[1]. Además, convive con un sistema penal que impone las mismas exigencias para todos, a pesar de no tener todos los mismos recursos; ni siquiera parecidos. No se defiende aquí que la igualdad ante la ley sea mala (aunque pueda tener efectos contraproducentes si la igualdad formal ante la ley obvia la desigualdad real), o que la gente no sea responsable de sus actos. Sólo se quiere señalar que son cosas que no nos solemos plantear detenidamente, y que este libro espera poner en cuestión. Por ejemplo, a veces resulta mucho más fácil de comprender que como alguien “no ha sabido usar responsablemente su libertad” se le prive de ella, que plantearse qué entendemos por libertad –o, mejor, qué entiende el Derecho por libertad, que es algo muy distinto a lo que entiende, por ejemplo, la Filosofía-; o si el Estado debe tener derecho a encerrar a personas; o qué significa “ser responsable”, o “usar algo con responsabilidad”, o si se le puede pedir la misma responsabilidad a personas con recursos muy desiguales para ejercerla. O, incluso, si lo pertinente es quitarle la libertad a alguien que “no sabe” hacer un uso responsable de ella, o si es más apropiado enseñarle a hacer un uso aceptable de ella y si, en tal caso, la cárcel es un sitio en el que eso sea posible. También puede ser pertinente plantearse quién define cuáles son los usos responsables de la libertad, y cuáles no (¿es responsable gastarse 500 euros en una cena? ¿Vender alcohol? ¿Abrir un casino? ¿Cerrar una empresa y despedir a trabajadores porque es más rentable comprar pisos que han sido desahuciados?).

También es significativo lo poco que sabemos de la Policía. Bueno, en realidad sabemos lo que hace falta saber: hacen cumplir la ley y se encargan de “los malos”. No obstante, son de las pocas personas a las que permitimos llevar pistola. Hay gente en la que confiamos tanto que les permitimos llevar una pistola por la calle, a pesar de no conocerlos personalmente. Tal es la fuerza de las instituciones y tal es la tranquilidad que nos dan. En otros países, como el Reino Unido, no llevan pistola y no se ve como indefensión de los policías o impunidad para los delincuentes. Lo significativo, de nuevo, es la naturalidad con la que vemos que la lleven. O que no parezcan preocupar mucho las reiteradas denuncias de malos tratos y torturas en comisarías que sistemáticamente son ignoradas por las autoridades, como se encargan de recordar desde la ONU y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. ¿Qué pensaríamos si en los colegios hubiese denuncias de tortura y no se investigase? En los centros de menores la situación es parecida, así que no es porque sean niños, sino porque son esos niños; porque son esos adultos.

Estas cosas no las pensamos mucho, y nos aparecen como lo normal, de sentido común, o como deberían de ser las cosas, o al menos como lo han sido siempre. Estas cuestiones son sociales (es decir, históricas, relacionales, contingentes) y obvian aspectos básicos sobre cómo se organiza y jerarquiza la sociedad. Esto tiene efectos en la visión que tenemos del mundo, en cómo lo percibimos, cómo actuamos, qué nos parece razonable, utópico o injusto. En general, se trata de conceptos y razonamientos con los que se piensa, pero sobre los que no se piensa (libertad, mérito, delincuencia, responsabilidad, justicia) (Bourdieu y Wacquant, 2005: 209). La forma que tenemos de entender lo que pasa suele basarse en aplicar unas categorías mentales que funcionan como principios de visión y de clasificación del mundo (los buenos son los policías, los malos son los delincuentes; los delincuentes son los ladrones; quedarse con parte del trabajo producido por otro no es robo porque la inversión inicial justifica quedarse con un porcentaje para siempre).

Las relaciones sociales se basan en unos significados compartidos, que suelen organizar y dar sentido a lo que pasa. Éstos se aprenden en lo que se llama socialización, y van desde el lenguaje hasta la percepción de un territorio como un país, un grupo de personas como una familia, o a uno mismo como un individuo. Los sistemas simbólicos son muy útiles, y la mayoría de las veces funcionan muy bien para desenvolvernos en el día a día y explicar lo que pasa a nuestro alrededor, hasta el punto de que tendemos a verlo como lo normal (y habitualmente lo asociamos a lo moral). No obstante, la arbitrariedad de estas formas de ver el mundo es fácilmente desmontable cuando se viaja y se entra en contacto con otras culturas que tienen otras formas de clasificar y de entender lo que está pasando, o cuando se mira la historia.

Los sistemas simbólicos surgen, así, de configuraciones sociales concretas. Por lo general, tiende a existir una adecuación entre las estructuras sociales y las estructuras mentales. Esta homología hace que las relaciones sociales –arbitrarias e históricamente contingentes- sean entendidas como naturales, invisibilizando las luchas entre grupos por recursos y a quiénes benefician (Bourdieu y Wacquant, [1992]: 38-40). El resultado es que las formas sociales, la distribución de recursos, la regulación de los comportamientos y las relaciones, aparecen como legítimas, precisamente por el desconocimiento de que se está inserto en relaciones de dominación. Bourdieu llama a esto “poder simbólico”, y hace referencia a la capacidad de imponer categorías como legítimas sin que se perciba como una imposición; es un tipo de poder que hace que otras formas de poder (económico, cultural, político) no se entiendan como tal, sino que se reconozcan como justas y naturales (Bourdieu, [1977]; [1997]: 224-240).

A la hora de conformar estas formas de pensar la sociedad, el Estado desempeña un papel fundamental, pues su discurso acumula aspectos formales como el universalismo, la impersonalidad o el desinterés que se ven reforzados por su carácter legítimo, que por la lógica de representación hace que hable en nombre de la sociedad (Bourdieu, [2012]). Por lo tanto, el castigo se conforma como una instancia de primera importancia en la diferenciación y producción de categorías sociales. Por un lado, al provenir del Estado, la diferenciación que produce (por ejemplo, entre ciudadanos decentes y sospechosos) se impone con mayor legitimidad. Por otro lado, el que la diferenciación social se realice desde una institución estatal vinculada con la lucha contra el crimen desplaza el carácter político de la dominación al orden más aséptico de la legalidad, despolitizándolo y, por lo tanto, ocultando aún más el carácter arbitrario de ésta, haciéndola menos reconocible como tal y, por tanto, más efectiva. La dominación no se puede reducir a la legitimación o a la nominación (como el uso de la policía y de la cárcel muestra claramente), pero éstas son fundamentales para entender cómo se naturaliza la arbitrariedad (Vázquez García, 2002: 91). También, como se desarrollará más abajo, sería un error reducir el funcionamiento del castigo sólo a cuestiones de dominación.

Con los ejemplos de arriba se ha intentado poner de manifiesto con qué naturalidad se presenta una desigualdad basada en la herencia y en la explotación como el resultado del esfuerzo de cada individuo. Cómo se puede encerrar a los pobres durante más tiempo sin necesidad de que aumente la delincuencia y que parezca que así estamos más seguros. Cómo hay trasvases de millones de euros de dinero público a unas pocas empresas y que el problema sean ayudas de menos de 500 euros a familias que apenas llegan a fin de mes. Que en las huelgas los malos siempre sean los trabajadores, cuando es un conflicto entre dos partes, o que demos las gracias por unos trabajos que hace 20 años hubieran sido ilegales. Al ver estas cuestiones, el poder simbólico se vuelve una cuestión de violencia simbólica, especialmente cuando estas situaciones se viven con sentimientos de culpa, generan malestar en los desposeídos o permite encerrar a gente o expulsarla de un país. Bourdieu habla de violencia simbólica para referirse al tipo de violencia que se ejerce así, y que consiste en presentar como naturales cuestiones que son el producto arbitrario de relaciones de dominación con raíces en la distribución desigual de capitales en la sociedad. Es decir, una forma de violencia que no se percibe como tal. Es el efecto del poder simbólico.

La naturalización de cuestiones sociales a través del Sistema de Administración de Justicia es un campo idóneo para ver su funcionamiento, ya que además se desarrolla a la vez que las formas de violencia física que consentimos sólo por ser excepcionales. Por eso, es muy pertinente utilizar las ciencias sociales para no acabar atrapados en explicaciones vacías o falaces que corren el riesgo de reproducir la representación de aquello que precisamente se está intentando analizar. Por eso, el castigo que ejerce el Estado y que se administra en nombre de la sociedad se entiende mejor si se analiza como una institución social.

REFERENCIAS

Bourdieu, Pierre [1977], “Sobre el poder simbólico” en Poder, Derecho y clases sociales, Bilbao, Descleé de Brower. 2001. Pp. 87-99.

Bourdieu, Pierre [1997], Meditaciones pascalianas, Barcelona, Anagrama. 1999.

Bourdieu, Pierre [2012], Sobre el Estado, Barcelona, Anagrama. 2014.

Bourdieu, Pierre y Loïc Wacquant [1992], Una invitación a la Sociología reflexiva, Buenos Aires, Siglo XXI. 2005.

Bourdieu, Pierre y Loïc Wacquant [1993], “De la clase dominante al campo del poder”, en Ignacio González Sánchez (ed.), Teoría social, marginalidad urbana y Estado penal: aproximaciones al trabajo de Loïc Wacquant, Madrid, Dykinson. 2012. Pp. 423-453.

Bourdieu, Pierre y Loïc Wacquant (2005), “Sobre las astucias de la razón imperialista”, en Loïc Wacquant (coord.), El misterio del ministerio: Pierre Bourdieu y la política democrática, Barcelona, Gedisa. Pp. 209-230.

Thomé, Henrique I. y Diego Torrente (2003), Cultura de la seguridad ciudadana en España, Madrid, CIS.

Vázquez García, Francisco (2002), Pierre Bourdieu: la sociología como crítica de la razón, Barcelona, Montesinos.

* Extracto del libro Neoliberalismo y castigo (Bellaterra, 2021, pp. 15-22) (https://www.bellaterra.coop/es/libros/neoliberalismo-y-castigo)

* Prólogo de Loïc Wacquant a Neoliberalismo y castigo: https://ctxt.es/es/20210601/Firmas/36366/neoliberalismo-castigo-carcel-policia-desigualdad-pobreza.htm

[1] Es famoso el experimento de Paul Piff con partidas de Monopoly en el que uno de los jugadores tiene ventaja, al cobrar el doble cada vez que pasa por la casilla de salida y además tiras dos veces los dados en cada turno. Lo interesante aquí es que, al poco de acabar la partida, la persona que jugaba con ventaja atribuía su victoria en la partida a la suerte y a sus decisiones estratégicas de inversión. Si esto pasa en una situación artificial y en unas pocas horas, es fácil entender que alguien que desde pequeño se ha criado en un contexto cultural que proclama la igualdad de oportunidades y la libertad individual crea que la meritocracia es una explicación adecuada para la desigualdad.

Ignacio González Sánchez
Ignacio González Sánchez

Profesor de Criminología en la Universitat de Girona

Es doctor en sociología por la Universidad Complutense de Madrid, experto en Criminología por la UNED y especialista en análisis de datos por el CIS. Sus líneas de investigación se centran en temas relacionados con la cárcel y el castigo como institución social.

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