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Otoño 2021

«Si todo vale, nada vale». Breves apuntes para la delimitación entre la buena y la mala ciencia criminológica

Introducción*

La idea de conectar el conocimiento científico en general, y el criminológico más concretamente, con la toma de decisiones en política criminal a través de las evidencias empíricas se ha antojado para muchos investigadores, y cada vez más decisores políticos, como el gold standard de la “buena” gestión pública en materia de seguridad ciudadana, justicia u otros ámbitos relacionados. De hecho, ya para casi nadie resultan extraños nombres como la Colaboración Internacional Campbell[1] o iniciativas más geográficamente próximas como Ciencia en el Parlamento[2] que defienden, en pocas palabras, un enfoque evidence-based policy cuyo principal propósito es apoyar a las personas responsables a tomar decisiones bien informadas poniendo la mejor evidencia científica disponible sobre lo que funciona mejor en el corazón del desarrollo y la implementación de políticas públicas (Sherman et al., 1997; Sherman et al., 2002). Desde esta perspectiva evidencialista o, mejor dicho, cientificista, y trayendo a colación los términos positivistas de Bunge (2017), se defiende la tesis de que la mejor manera de encarar los problemas de conocimiento, y podríamos añadir también de toma de decisiones, es básicamente adoptar un enfoque científico. Dicho de otro modo, es hace necesario adoptar una actitud determinada, la científica, que nos sirva de cortafuegos frente a puntos de vista no probados, o probados insuficientemente, y que a menudo están inspirados en ideologías, prejuicios o, incluso, otro tipo de conjeturas especulativas (Davies, 2004; Fox, 2017). De ahí que la estructura argumental a la base de la justificación de la política basada en evidencias es relativamente sencilla. A saber, si afirmamos que la política tiene que ver con la manera de tomar decisiones colectivas y esas decisiones requieren de información veraz para ser acertadas, y dado que la ciencia es considerada la mejor forma de obtener información y conocimiento sobre el mundo real, por lo tanto la ciencia debe informar a la política. Y si bien es cierto que esto es algo con lo que estaríamos de acuerdo en lo general, no lo es menos que esta estrategia argumentativa adolece de ser harto esquemática, superficial y se presta a un análisis de las prácticas científicas actuales tan ingenuo como carente de garantías.

Es en este contexto, y debido a sus profundos retos, donde este trabajo pretende explorar uno de los debates tradicionales más relevantes en filosofía de la ciencia como es la demarcación entre lo que sea ciencia y pseudociencia, o lo que es lo mismo entre buena y mala ciencia. Para abordar este debate adecuadamente es importante recalcar desde el inicio que en la actualidad la delimitación entre la buena y la mala ciencia, entre la ciencia y la pseudociencia, insisto en la equivalencia, no tiene como único elemento de interés la justificación de las teorías científicas y lo que ello implica, como las cuestiones relativas a qué es una evidencia, la verdad o la explicación científica, propias de la filosofía de la ciencia de la primera mitad del siglo XX (Díez y Moulines, 1999). Habría que mencionar además que desde la segunda mitad del siglo XX hasta la actualidad la calidad epistémica del conocimiento científico va a operar sobre unidades analíticas más amplias como los paradigmas (Kuhn, 1962), los programas de investigación (Lakatos, 1970), las tradiciones de investigación en relación con la resolución de problemas concretos (Laudan, 1968), entre otros. Pero también sobre otras cualidades no epistémicas como la utilidad pública, su adecuación a necesidades sociales o la rentabilidad, como se ha ensayado sobradamente en los estudios multidisciplinares CTS  (Ciencia, Tecnología y Sociedad) desde los años 70 (González, 2005).

Considero razonable anticipar que, debido a los límites de extensión de este trabajo, no será posible examinar esta problemática con la profundidad que se merece, por lo que solo exploraremos brevemente dos premisas significativamente intuitivas y que, sin embargo, están cargadas de sus propios retos filosóficos y prácticos:

  1. La primera se puede formular en los siguientes términos: la buena ciencia genera buenas creencias acerca del mundo porque utiliza buenas evidencias y la mala ciencia genera malas creencias acerca del mundo porque utiliza malas evidencias.
  2. La segunda, por su parte, podría enunciarse así: la buena ciencia es el resultado del despliegue de buenos valores y la mala ciencia es el resultado del despliegue de malos valores.

Resulta obvio que el uso que se hace de “bueno” en la primera y segunda premisa no es el mismo: mientras (1) refiere al ajuste ontológico o fáctico, (2) tiene un alcance estrictamente de corrección ética. Es evidente que ambos puntos no aparecen separados en la práctica científica diaria, aunque aquí los presente como tal por motivos meramente analíticos. Veamos ambas premisas con más detalle.

Premisa 1: relación entre la mala ciencia, las malas evidencias y las creencias falsas sobre el mundo.

En 2019, la prestigiosa revista Nature publicó un artículo con título Scientist rise up against statistical significance: título que podemos traducir libremente como “los científicos en pie de guerra contra la significación estadística” y que firmaron Armhein y sus colaboradores (2019), junto a más de 800 científicos de todo el mundo. En él afirman que existe un problema generalizado en las prácticas científicas que debe ser resuelto con premura. Los autores sostienen que nunca debemos concluir que «no hay diferencia» o «no asociación» entre variables simplemente porque un valor p es mayor que un determinado umbral (normalmente 0,05 en ciencias sociales) o, de manera equivalente, tampoco debemos concluir que dos estudios entran en conflicto porque uno tuvo un resultado estadísticamente significativo y el otro no. Es decir, concluir lo contrario, desde esta perspectiva, constituye un ejemplo de mala ciencia, ya que reduce la validación de hipótesis a una falsa dicotomía: o bien aceptar o bien rechazar una hipótesis desde la aplicación de un único criterio como es el p valor. Por supuesto, aquí no voy a entrar en los detalles de esta postura. Lo que me interesa de ella, más bien, es que vuelve a poner de relieve lo que Ayer (1982) señaló como aquel tópico que la filosofía analítica había desarrollado con mayor intensidad, y sobre el que previamente ya otros autores como Collinwood (1956) nos alertaron de las enormes dificultades para su definición. Me refiero al estudio sobre qué es una evidencia.

Empezaremos por indicar que este concepto ha resultado ser central tanto para el estudio de la epistemología tradicional como en filosofía de la ciencia (Kelly, 2006). Tanto que no son únicamente los científicos y filósofos quienes hablan de evidencias, sino que se trata de un término de uso generalizado y cotidiano. Y aunque aquí nos vamos a centrar en el contexto propio de la investigación científica, lo cierto es que son numerosos los relatos más o menos divergentes sobre qué es una evidencia, y que en consecuencia ha generado importantes tensiones. Por ello, antes de entrar en los que los diferencia, examinemos dos puntos en los que parece haber un acuerdo amplio:

  1. El primero, recogía Kim (1988) en su epistemología naturalizada, es que el concepto de evidencia es inseparable del concepto de justificación. De hecho, cuando hablamos de «evidencia» en un sentido epistemológico, lo que abarcaría asimismo las prácticas científicas, estamos hablando de justificación. En otros términos, una cosa es evidencia de otra si la primera mejora la razonabilidad o justificación de la segunda (Conee & Feldman, 2004).
  2. El segundo gran acuerdo es que si hablamos de prácticas científicas y no de procesos de conocimiento en individuos aislados, tal y como es más usual en la epistemología tradicional (Dancy, 1993), es necesario que las evidencias tengan un carácter público y abierto para que cualquiera pueda verificarlas o redescubrirlas, y no sólo privado (Goldman, 2012). Y esta idea no es reciente, de igual modo ya afirmaba Blanshard (1974) que es natural suponer que el concepto de evidencia [podríamos añadir “especialmente en ciencia”] está íntimamente relacionado con el desiderátum cognitivo de la objetividad o, al menos, de intersubjetividad entre los investigadores.

Es a partir de aquí donde empiezan algunos retos filosóficamente complejos. Sobre el primer punto, esto es, el carácter normativo de la evidencia, no vamos a decir nada. En cambio, sí que merece la pena detenernos en la idea ampliamente extendida, y no sólo entre los científicos, de que la indagación científica es objetiva porque está basada en evidencias, y que ello contribuye a generar acuerdos intersubjetivos entre los investigadores desde la consideración de que la evidencia es algún tipo de árbitro empírico neutral entre las teorías rivales y sus seguidores (Blanshard, 1974). No obstante, abundan las complicaciones, algunas más serias que otras, de esta imagen simple y clásica de origen positivista, pero casi todas comparten el mismo punto de partida: la evidencia no es ni temporal, ni epistémica, ni semánticamente anterior a la formulación de las teorías (para una síntesis de las críticas, véase Kelly, 2006). O lo que es lo mismo, algo es una evidencia porque responde a un marco conceptual o teórico específico que, además, le aporta un significado. Llevado a nuestro campo, decir que Beccaria, Lombroso, Merton, Hirschi, Akers, Foucault, Felson, Clarke o Farrell hacen las mismas observaciones, ven la misma realidad delincuencial, pero las usan de maneras diferentes es enormemente problemático. Y lo es porque lo mismo podríamos llegar a decir sobre cualquier observador lego que vería los mismos elementos de la realidad delincuencial, pero las interpretan de manera diferente. En efecto, ni el lego observa el mismo mundo que el criminólogo, ni un criminólogo psicoanalista observa el mismo mundo que un criminólogo ambiental, o un analista del crimen que un etnometodólogo, sólo por ilustrarlo con algunos ejemplos intencionadamente polarizados. Con esto quiero decir que si el apoyo de la evidencia en la teoría está mediado por factores que pueden variar entre individuos o comunidades de individuos, debemos preguntarnos a continuación qué tipo de entidades son elegibles como buena evidencia frente a la mala evidencia. Para responder a esta pregunta, desde la segunda mitad del siglo XX se han apostado por enfoques multicriterio (en clara superación de los enfoques monocriterio de los positivistas lógicos, Popper, Kuhn u otros) para delimitar la mala ciencia o pseudociencia de la buena ciencia. Ejemplo de ello es la reciente compilación que ha hecho Hansson (2021), y con la que podemos afirmar la baja o nula capacidad justificadora o explicativa de aquellas evidencias que proceden de algunas de las siguientes actividades propias de contextos científicos:

  1. Creer acríticamente en una autoridad a los que se les atribuye la capacidad de determinar lo que es verdadero de lo que es falso.
  2. Realizar experimentos irrepetibles, confiando en que el resultado no se va a volver a obtener.
  3. Utilizar ejemplos seleccionados, aunque no sean representativos de la categoría general a la que se refiere la investigación.
  4. No someter una teoría a varias comprobaciones.
  5. Ignorar la refutación de la información, descuidando las observaciones o experimentos que entren en conflicto con una teoría.
  6. Incorporar subterfugio de tal modo que la prueba de una teoría esté organizada para que sólo pueda ser confirmada.
  7. Abandonar explicaciones sin reemplazo, de modo que la nueva teoría deja mucho más sin explicar que la anterior.

Premisa 2: relación entre la mala ciencia y el despliegue de malos valores

La segunda premisa que se ha introducido tiene que ver con algo que exponía sagazmente Putnam (2004) en Rationality and Value, donde explica cómo algunos de sus profesores universitarios con un marcado carácter pragmático, primero en Pensilvania y más tarde en Harvard, tenían razón cuando afirmaban que el conocimiento de hechos presupone el conocimiento de valores. Putnam concluye en este mismo artículo que la historia de la filosofía de la ciencia durante la primera mitad del siglo XX ha sido en gran medida una historia de intentos de evadir este tema. Luego, incluso adopta un tono más agresivo y espeta contra varios autores coetáneos que cualquier fantasía positivista [como por ejemplo la fantasía de hacer ciencia usando sólo lógica deductiva (Popper, 2002) o la fantasía de reducir la ciencia a un simple algoritmo (Hahn, Neurath & Carnap, 2002), entre otras] se vuelve a considerar preferible a repensar el dogma de que los hechos son objetivos, los valores son subjetivos y que no interaccionan entre sí. Sin embargo, lo cierto es que el conocimiento científico es tanto una actividad cognitiva (episteme) como práctica (praxis), y de ahí que Echeverría (2010) defienda que no puede ser entendida sólo como filosofía teórica, sino también como filosofía práctica. Este planteamiento ha tenido un amplísimo desarrollo en la filosofía de la ciencia pospositivista y parte del presupuesto (de aires kuhneanos) de que la actividad científica no la hacen individuos descontextualizados, sino comunidades de individuos mediados por sistemas conceptuales y asunciones de diverso tipo (Cerezo, Esplugues y González, 1994). Igualmente, en las últimas décadas esta analítica de las prácticas científicas se ha vuelto aún más reticular destacando otras dimensiones de la ciencia como la colectiva, la institucional, la normativa o la social (Rosenberg & McIntyre, 2019).

Por lo que refiere a los valores, durante los 70 y con motivo de la tesis mayoritariamente aceptada de la infradeterminación de la teoría por los hechos o de los hechos por la teoría, esto es, la constatación del espacio abierto y enormemente problemático entre hechos y teorías, Muguerza (1970, 1971) y otros en la misma línea nos recuerdan que el científico, sea o no social, no tiene más remedio que hacer juicios de valor en tanto que científico, dado que no es posible verificar concluyentemente ninguna hipótesis. Ciertamente, el tipo de valores que parecen estar aquí en juego son los que han venido a denominarse valores epistémicos o internos (Dorato, 2004). Pero incluso antes de la interacción entre ciencia y tecnología, donde parece aún más claro, la actividad científica ha estado señalada por la introducción de otro tipo de valores éticos, estéticos, políticos, económicos u otros no epistémicos que nos obligan a repensar la ciencia, más las sociales que las naturales, como una actividad social e históricamente situada. O lo que es lo mismo, la ciencia es algo permeable a los valores provenientes una sociedad y cultura compartidas por los científicos y que, de acuerdo con esto, van a determinar qué problema o problemas deben ser examinados, cuál va a ser el criterio de interpretación de los datos y que va a constituir una evidencia (Douglas, 2016). En consecuencia, el método científico aplicado en el vacío de su propia coherencia interna y pensado libre de la influencia de valores externos, tal y como lo concibieron los positivistas y popperianos, presenta una imagen equivocada del funcionamiento de la actividad científica que no sirve de criterio para diferenciar entre la buena y la mala ciencia.

En respuesta a este riesgo, la tesis del pluralismo axiológico ha sido la más aceptada. Sintetizando, pues, diré que ya sea desde la perspectiva de la jerarquización o de la equivalencia de valores, para los pluralistas son numerosos los valores que deben estar presentes en la actividad científica (Gómez Rodríguez, 2014). Baste como muestra algunos valores internos como la simplicidad, complejidad, precisión, la elegancia matemática, adecuación empírica, heterogeneidad ontológica, etc. O, por el contrario, sirva de ejemplo de valores externos la novedad, interacción mutua, aplicabilidad a las necesidades humanas, descentralización del poder o la centralización del poder, la rentabilidad, entre otros. Parece, pues, que la aceptación de las teorías científicas desde este enfoque no tiene tanto que ver con la verdad, sino que más bien elegimos unas teorías frente a otras porque mientras unas nos parecen que tienen modelos explicativos más creativos, creemos que otras organizan mejor la información, o bien resuelven problemas prácticos con mayor eficiencia, etcétera (Mäki, 2013). Todo ello parece confirmar, por tanto, que la delimitación entre la buena y la mala ciencia va a estar estrechamente relacionado con la suscripción a uno u otros valores.

En cualquier caso, y sin ánimo de finalizar con cierta estela relativista o afirmar junto a Feyerabend (1975) que todo vale, considero que la objetividad de la actividad científica pasa, como bien desarrolló Longino (1990) y muchos otros, por hacer explícitos y dar razones de los valores tanto internos como externos desde los que desarrollamos nuestra investigación, y cómo ello será útil para justificarla y evaluar su impacto. En este sentido, posiblemente una de las propuestas más interesantes de demarcación entre la buena y la mala ciencia desde los valores fue la que hizo Merton (1973) en La estructura normativa de la ciencia, estableciendo los cuatro valores de la buena ciencia:

  1. La universalidad, esto es, cualquier afirmación debe poder ser sometidos a criterios impersonales.
  2. El carácter público y no privado de los descubrimientos sustanciales.
  3. El desinterés de los investigadores capaz de frenar cualquier motivo personal o ideológico.
  4. El escepticismo organizado que permite un escrutinio desapegado de ciertas creencias que otras instituciones siguen sosteniendo.

Conclusión 

Este trabajo comenzaba mencionando el enorme interés que desde hace algunas décadas, y más recientemente en España, suscita todo lo relacionado con el desarrollo de políticas basadas en evidencias como el paso natural hacia una mayor racionalización en la toma de decisiones. Hemos visto también cómo detrás de esta tendencia existe un conato por parte de los agentes implicados, sean investigadores sociales o no, de una búsqueda de la objetividad y de criterios de delimitación entre buenas prácticas y malas prácticas científicas, entre la mala (pseudo) y la buena ciencia. No obstante, hemos comprobado que resolver la cuestión de esta demarcación no es una tarea sencilla: ni las evidencias son tan evidentes ni la fantasía de la descontaminación valorativa de la ciencia es fácil de implementar ni es real. Por ello, debemos seguir reflexionando acerca de qué es hacer buena ciencia. Y nos interesa especialmente ya que, si atendemos a nuestra experiencia diaria, nos resultará fácil comprobar cómo ninguno de los criminólogos, o cualquier otro científico social o no social, autodenominaría a su actividad como “pseudocientífica”. En cierto modo, esta acusación se nos antoja razonablemente peyorativa debido a que solemos estimar positivamente nuestra capacidad de generar conocimiento fiable y, además, pensamos que dedicamos gran parte de nuestra actividad a detectar estos rasgos de pseudo cientificidad en el trabajo de los demás. Sobre esto último, sin embargo, considero que hemos olvidado calificarlos como tal y, aún peor, hemos olvidado que lo hemos olvidado. En consecuencia, corremos el riesgo de que la mala ciencia, ya sea como actitud personal culpable o como resultado involuntario, se extienda y acumule entre los investigadores debido a que somos incapaces y carecemos de las competencias analíticas necesarias para desecharla por completo.

Referencias

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*      This project has received funding from the European Union’s Horizon 2020 research and innovation programme under Grant Agreement No. 882749. More information in https://www.icarus-innovation.eu/. Esta publicación se ha realizado en el marco del proyecto “Criminología, evidencias empíricas y Política criminal. Sobre la incorporación de datos científicos para la toma de decisiones en relación con la criminalización de conductas” – Referencia: DER2017-86204-R, financiado por la Agencia Estatal de Investigación (AEI)/Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades y la Unión Europea a través del Fondo Europeo de Desarrollo Regional – FEDER – “Una manera de hacer Europa»

[1] Para más información sobre el grupo de crimen y justicia de la Colaboración Campbell, véase https://www.campbellcollaboration.org/contact/coordinating-groups/crime-and-justice.html

[2] Toda la información sobre esta iniciativa está disponible en https://cienciaenelparlamento.org/

Francisco J. Castro Toledo
Francisco J. Castro Toledo

Profesor Ayudante Doctor de Derecho Penal y Criminología en la Universidad Miguel Hernández.

Profesor Ayudante Doctor de Derecho Penal y Criminología en la Universidad Miguel Hernández. Es investigador en el Centro CRÍMINA para el estudio y la prevención de la delincuencia de la Universidad Miguel Hernández de Elche y Cofundador y CEO de Plus Ethics. Sus intereses de investigación se centran en los diseños experimentales en el ámbito de las ciencias del crimen, la epistemología de las ciencias sociales y el análisis ético aplicado a las tecnologías de la información y la comunicación.

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